viernes, 15 de noviembre de 2013

La teoría blanda del federalismo: ¿una teoría científica?



A medida que va pasando el tiempo y se observan las actitudes de los políticos y, sobre todo, de los estudiosos del federalismo, parece cada vez más importante retomar la discusión conceptual a la que, segura de las “certezas” y “verdades” alcanzadas, parece haber renunciado la teoría blanda del federalismo. Es importante desde la perspectiva científica, esto es desde una perspectiva preocupada por describir las experiencias y prácticas federativas pasadas y contemporáneas, y también lo es desde una perspectiva teórico-práctica, es decir desde una perspectiva preocupada por pensar, crear y proponer soluciones federales a los problemas que realmente encontramos en nuestras sociedades. Y es importante en ambos sentidos porque políticos y estudiosos (adeptos de la teoría blanda) siguen actuando en su campo respectivo de competencia como si los conceptos forjados en los dos últimos siglos fuesen todavía hoy -y mañana- capaces de resolver los problemas existentes, y de otra forma a como entonces lo hicieron. Esto es absurdo si pensamos ya solo en lo siguiente: los conceptos dominantes en nuestro tema (federación, confederación, soberanía, etc.) son conceptos creados en un tiempo histórico (finales del siglo XIX, algunos antes) en el que la democracia, el Estado de derecho, el constitucionalismo, etc. estaban todavía en pañales, quedando por delante un siglo entero (el XX) en el que realmente estaba todo por hacer.  

Esta manera que tiene la teoría blanda de entender los conceptos políticos y jurídicos como algo ya dado de una vez para siempre, conceptos a los que se les podría también prestar la misma “claridad feliz” que R. Barthes encontraba en los mitos, evacuando de este modo todo tipo de reflexión crítica sobre su significado, utilidad, conveniencia, etc., es obviamente una manera muy ingenua (por parte de los estudiosos) y muy maliciosa (por parte de los actores políticos) de acercarse a cualquier tema, y no solo porque se tiende a eludir el debate y la discusión necesaria tanto en el ámbito académico como en el político, sino quizás más porque, bloqueando el debate (que se entiende tan claro como el mito), se imposibilita la renovación y depuración de los términos del mismo, el progreso y avance de opciones políticas alternativas rivales, el buen entendimiento de ideas o proyectos nuevos o innovadores que no obedezcan a la lógica estrecha dominante –y autoritaria- en nuestros sistemas. En la medida en que la teoría blanda del federalismo es responsable en buena parte de los impasses en los que se encuentra el federalismo en no pocos contextos políticos, importa levantar el velo de rigidez y dureza que ella misma se atribuye para entender mejor su injustificable permisividad y blandura a la hora de definir el federalismo y clasificar rígidamente las formas federativas. El lector dirá si dicha teoría merece aún algún crédito.

La teoría blanda

La teoría blanda del federalismo parte de la premisa metodológica positivista según la cual solo se puede conocer lo que realmente existe, razón por la que la atención del estudioso debe centrarse en el federalismo real, y desatender cuestiones de orden más metafísico como sería la cuestión del deber ser del federalismo (¿cómo debe ser el federalismo?). A esta pregunta de tipo normativo, la teoría blanda responde que el federalismo debe ser como es. Punto y aparte. Naturalmente, a poco que se reflexione un poco, esto no implica un posicionamiento neutro de la teoría blanda del federalismo respecto de su deber ser (del estilo: como no se sabe cómo debe ser el federalismo, concluimos que se trata de una cuestión sin respuesta cierta). No, significa darle una respuesta normativa falaz[1]: el federalismo debe ser como es ya, no de otra forma.

El federalismo debe pues conocerse a partir de sus experiencias y prácticas reales, históricas y contemporáneas. Es así como, analizando cada uno de los sistemas federativos existentes, comparándolos entre ellos (el comparatismo –acrítico- es otra de las notas características de la teoría blanda, nota de la que nos ocuparemos otro día), se puede apreciar 1°) las diferencias notables existentes entre ellos, lo que imposibilita una definición válida para todos, y 2°) las semejanzas entre ellos, lo que permitirá establecer aquellos criterios considerados claves en una buena definición del federalismo, por ejemplo: un doble nivel de gobierno, una segunda cámara legislativa de representación territorial, una constitución rígida que garantice la autonomía de las partes federadas, y un tribunal supremo o constitucional que resuelva los conflictos entre las partes federadas o entre las partes federadas y la federación.

El análisis de las reglas y prácticas federativas en los sistemas federativos existentes, o asimilables a ellos, llevaría también, a la luz de los criterios precitados, a distinguir dos formas federativas básicas: una forma federativa de derecho internacional (la confederación) y una forma federativa de derecho constitucional (la federación o Estado federal). El estudio de ambas formas federativas (de las realmente existentes) llevaría a establecer también criterios de distinción, entre ellos los siguientes:

  

Derecho constitucional
Derecho internacional
Estado federal/federación
Confederación
Constitución (ley)
Tratado (pacto)
Soberanía del Estado/unidades constituyentes no soberanas
Soberanía de las unidades constituyentes/Confederación no soberana
Relaciones verticales o de subordinación entre Estado federal y partes federadas
Relaciones horizontales o de coordinación
Monismo nacional
Pluralismo nacional
Indivisibilidad del Estado federal/federación
Secesión posible
Derecho del orden jurídico superior se aplica directamente a los ciudadanos de los órdenes jurídicos federados
Derecho del orden jurídico superior solo se aplica los ciudadanos de los órdenes jurídicos confederados tras mediación de los Estados
Regla de mayoría
Regla de la unanimidad


Con todos estos criterios en su caja de herramientas, el estudioso en temas federales sería ya capaz de clasificar y describir cada una de las formas federativas con un grado de cientificidad y certeza indiscutibles (tal es lo que pretende la teoría, esto es, que lo que dice corresponde a la verdad). El problema es que a poco que se profundice en el estudio del federalismo, el estudioso se da cuenta (se debería dar cuenta) de que los criterios precitados no tienen el grado de regularidad que requeriría un teoría analítica o científica del federalismo. Me explico: dichos criterios deberían poder encontrarse o ser verificables en todos aquellos modelos federativos sobre los que existe un consenso fuerte en torno su carácter federal (los EEUU, Suiza, Alemania, Canadá, por ejemplo) o confederal (los EEUU antes de su constitución de 1787, o la UE hoy). ¿Qué ocurre en realidad? Ocurre que dichos criterios fallan más que una escopeta de feria. ¿Algunos ejemplos? La Constitución de los EEUU de 1787, que crea un sistema federal (no confederal) no se entiende desde el principio como una ley (suprema y en el sentido en que el acto jurídico supremo del que se dota un pueblo), sino como un pacto (compact) entre los 13 Estados (States) fundadores, es decir más como un Tratado que como una Constitución. Como tampoco se considera que hay un único pueblo, como generalmente se entiende el famoso We the People, sino que hay, como el procedimiento de ratificación de la Constitución lo muestra (debía ser ratificada al menos por 9 Estados), diferentes pueblos (o naciones si se quiere) en ese proceso federativo. El caso del Canadá actual, al que probablemente muchos le reconocerán un carácter plurinacional, muestra también que la regla del monismo nacional dista de tener la pertinencia necesaria a efectos de distinguir federalismo de derecho internacional y federalismo de derecho constitucional. ¿Algún otro ejemplo? Dos más para no aburrir al lector. El caso de la inmunidad de jurisdicción de la que gozan los States en los EEUU muestra a las claras la existencia de mecanismos de regulación de las relaciones interfederales que internacionalizan dichas relaciones, es decir, dando la misma respuesta jurídico-política que la que encontraríamos en derecho internacional en las relaciones entre dos o más Estados soberanos. En efecto, la inmunidad de jurisdicción protege a los States de un juicio iniciado por un ciudadano contra ellos, ya sea ante los tribunales de otro State ya sea ante los tribunales federales, exactamente del mismo modo que está protegido el Estado español frente a los procedimientos en su contra iniciados por cualquier persona ante los tribunal de cualquier otro Estado.

El último ejemplo, sobre la forma confederal. Es regla inalterable, según la teoría blanda, que en una confederación las normas confederales no se aplican directamente a los ciudadanos de los Estados confederados. Pues bien, dejando de lado casos antiguos, de los que se ocupa perfectamente el libro de Olivier Beaud (Teoría de la Federación), y centrándonos en un caso que hoy la teoría blanda sitúa en el ámbito internacional, es decir confederal –hablo de la UE-, se puede apreciar sin ningún tipo de dificultad que ciertas normas jurídicas “confederales” (los Reglamentos) se aplican directamente y obligan a los ciudadanos de los Estados miembros, sin necesidad pues –como ocurre con las Directivas- de que los Estados transpongan dichas normas en derecho interno. Si seguimos los criterios de la teoría blanda, la UE sería una confederación (norma suprema es un Tratado, es posible la secesión, etc.) pero no sería una confederación (reglamentos se aplican directamente a los ciudadanos de los Estados miembros). Y por la misma razón, la UE sería un Estado federal, pero no sería un Estado federal.

Resumiendo, los criterios que sirven, según la teoría blanda, para definir, explicar y describir los fenómenos federativos no nos permiten describir con la debida precisión y objetividad lo que en ellos encontramos. Son criterios orientados ideológicamente para hacer que el federalismo entre por la fuerza en el molde de la Teoría del Estado (unitario), de la Nación (monista), y del Derecho público (dualismo derecho internacional/derecho público interno), que es el molde impuesto a nuestras sociedades en estos dos últimos siglos. Al orientar tan descaradamente el criterio de los estudiosos hacia todo aquello que en el federalismo tienda a la unidad, ocurre que se llega incluso a dejar de ver aspectos, prácticas, reglas, interpretaciones federativas de claro corte internacionalista (en el sentido indicado por Kelsen, C. Schmitt, G. Scelle y otros) realmente existentes en sistemas federales de derecho constitucional o público interno. Es por ello que en los últimos años estudiosos algo más preocupados por la cientificidad de sus conclusiones han explicado el federalismo con un proceso jurídico-político a caballo (y necesariamente a caballo) entre el derecho constitucional y el derecho internacional (O. Beaud, E. Zoller, Ch. Parent). O dicho de otro modo, en el federalismo encontraríamos muchas veces reglas, mecanismos y procedimientos que responden a una doble lógica: nacional e internacional. Y el hecho de que el federalismo histórico real haya evolucionado en un sentido claramente de adaptación a las formas y lógica del Estado-nación unitario (homogeneización, centralización, erosión del pluralismo y diversidad internas), ni ha conllevado la desaparición total de esa lógica internacional en los sistemas federativos, ni mucho menos puede pensarse que ahora, ya en el siglo XXI, en un momento de consolidación de los valores y principios de la democracia liberal (lo que no se daba en los siglos XIX y XX), el federalismo actual y futuro deba seguir pensándose como idea sometida a conceptos de escasa lógica democrática y funcionalidad práctica.

En resumen, los instrumentos y criterios de la teoría blanda no permiten describir y entender más que la representación desfigurada e ideológica (mítica) en la que ha decidido creer. Mas en ese aspecto se comporta más como creencia (y sus adeptos creyentes) que como ciencia (y sus adeptos científicos). Y es por eso que la teoría blanda puede ser considerada como una teoría política del federalismo, es decir, como una manera de entender y hacer que la gente entienda el federalismo en el sentido preferido por la teoría blanda, que curiosamente corresponde también a la preferencia de aquellos que nos gobiernan. Ahora bien, la pregunta, inevitable, que hay que hacer una vez dicho esto es si realmente podemos seguir haciendo todos –ciudadanos, políticos, estudiosos, etc.- como si lo que la teoría blanda dice fuera cierto, en el sentido de pensar que nos da instrumentos absolutamente claros y válidos para entender, describir y pensar de manera útil y práctica el federalismo en nuestras sociedades. Es una opción como otra, pero en dicho caso, y por más que pueda resultar desagradable (a mí me lo parece), estaremos cual miembros de una secta viviendo como creyentes, no como ciudadanos libres y responsables. Y la otra pregunta, también inevitable, es saber cómo entender y encauzar debidamente hoy procesos federativos o conflictos (a los que se les podría dar respuesta federativa) como los que encontramos hoy en la UE, Bélgica, España, etc., sin los conceptos e instrumentos necesarios que nos permitan entender, apreciar y hacer/promover una forma de federalismo que es vista por la teoría blanda –desprovista de respuestas como hemos visto- como un objeto político-jurídico no identificado, como si fueran aberraciones propias de otro planeta o de alguna mente enferma.
Jorge Cagiao y Conde




[1] Es falaz porque no se puede deducir ninguna normatividad de un hecho. En claro: no porque algo sea o exista tiene que ser (o debe ser), o tiene que ser como es.

domingo, 10 de noviembre de 2013

Federalismo español y socialismo


El socialismo español no fue federalista. Esta es la tesis de un libro que todavía no he tenido tiempo de leer, y del que he tenido noticia por la prensa: Socialismo español y federalismo (1873-1978) (KRK ediciones). Su autor, Daniel Guerra Sesma, ha expuesto en diversos medios las tesis defendidas en su libro, que parecen aportar una novedosa lectura de las relaciones entre socialismo y federalismo en España. Veo que dichas tesis han sorprendido a muchos, y debo decir que quizás sea de los pocos a quienes las conclusiones de Daniel Guerra Sesma no hayan sorprendido. El autor sostiene que el socialismo español no es federalista, que no habría así una tradición federalista de la que el socialismo español actual pudiera echar mano. De alguna manera, el federalismo no estaría en el ADN del socialismo español, a diferencia de los que ocurriría con el socialismo catalán. Este es un tema sobre el que vengo trabajando desde hace ya muchos años y puedo afirmar que Daniel Guerra da en el clavo. Podría incluso decirse más. Como vengo repitiendo desde tiempo atrás, y es una de las tesis del libro que saldrá próximamente en España (Tres maneras de entender el federalismo: Pi y Margall, Salmerón y Almirall. La Teoría de la Federación en la España del siglo XIX, Biblioteca Nueva), ya antes del fracaso de la I República hay notables elementos que hacen pensar que el socialismo español (Garrido, Pi y Margall, etc.) siempre tuvo respecto del federalismo una actitud –digámoslo así- poco federalista. Es un tema que explico detalladamente en el libro, mostrando que las líneas de demarcación que ha establecido la historiografía española dominante en este tema merecen ser revisadas. Ello ha de permitirnos entender mejor nuestro federalismo pasado, y es probable que permita también entender mejor el federalismo hoy. Celebro la publicación del libro de Daniel Guerra –que espero poder leer en breve-, pues parece aportar luz sobre un tema en el que la confusión ha sido hasta la fecha la nota predominante.
Jorge Cagiao y Conde

El federalismo y sus formas


El artículo que sigue fue enviado a La Vanguardia en septiembre de 2012, y publicado en el "Blog de los lectores", el 4 de octubre de 2012. En el año que ha pasado, no he visto avances significativos en el debate sobre el federalismo (ahora se habla de una tercera vía), de modo que me permito reproducirlo aquí, quizás permita aclarar alguna que otra cosa.

El federalismo y sus formas    

Por Jorge Cagiao y Conde (Université François Rabelais de Tours)

Mucho se ha escrito sobre el federalismo y sus formas estos últimos días. Para bien y para mal. La intención de muchos de los que han escrito sobre el tema es explicar el significado de la idea federal, mostrar cuál es el verdadero camino federal para la España actual. Y sorprende mucho, tratándose en algunos casos de académicos de los que uno puede y tiene que esperar mayor objetividad y rigor científico en el trato del tema, el cúmulo de informaciones parciales, incompletas, en ocasiones contradictorias, que se le ha dado a leer a la ciudadanía en la prensa nacional. No es que uno quiera ver el mal por todas partes, pero no es necesario ser discípulo de Kelsen para sospechar que bajo la forma y la autoridad académica de los autores de muchos de los artículos de opinión publicados estos días sobre el federalismo lo que se está haciendo es dar una información orientada ideológicamente al lector. No se puede entender de otra forma que tan buenos conocedores del tema, como Juan José Solozábal, en un artículo del 24 de septiembre (“Formas federativas”, El País), sean tan parcos en matices tan necesarios sobre temas tan fundamentales como el de la justicia constitucional en contextos federativos. Es cierto que el espacio exiguo del que dispone un autor en un artículo de opinión no permite explicar las cosas con todo lujo de detalles y matices, pero precisamente por ese motivo es aún más necesario decir las cosas con la debida exactitud. Sólo puedo dar aquí dos ejemplos.
El primero. Dice J. J. Solozábal que lo que caracteriza un sistema federativo es, primero, un doble nivel institucional completo, segundo, un reparto competencial garantizado constitucionalmente, tercero, un tribunal supremo o constitucional que juegue el papel de árbitro, independiente e imparcial, en la resolución de los litigios competenciales entre los dos niveles, federal y federado. Luego habla de la tan necesaria cultura política federal, etc. Todo buen especialista del tema estará de acuerdo con el autor hasta aquí. Lo que no se explica, y por ello más bien tiende a ocultarse, es que la justicia constitucional tal como se describe (“un tribunal que actúa exclusivamente con criterios técnicos”, es decir no con criterios ideológicos) no existe más que en los manuales de Derecho. Basta con recordar alguno de los más conocidos y comentados casos de jurisprudencia constitucional, como el famoso Marbury v. Madison en 1803, que inicia según los especialistas la etapa nacionalista del federalismo americano (entiéndase nacionalista como centralizadora), para darse cuenta de que no basta sólo con que esta instancia arbitral exista, sino que es también necesario, entre otras cosas, que se prevea un procedimiento de elección o nombramiento de los magistrados de esa alta instancia judicial que garantice su imparcialidad, para evitar que el Tribunal no resuelva siempre los conflictos entre el nivel federal y el nivel federado en favor del nivel federal. Obvia decir que nuestro Tribunal Constitucional, por su composición, no reúne las condiciones mínimas de imparcialidad que requiere esa alta función de arbitraje.
El segundo. Dice el Profesor Solozábal que ya no hay Estados soberanos. Esto tendría que matizarse mucho. Una cosa es que los Estados se encuentren sujetos a la lógica de la mundialización, que hayan transferido competencias más o menos importantes a entes supraestatales, y otra, muy diferente, es que los Estados no conserven su atributo más característico, la soberanía, que es la capacidad que tiene el Estado de decidir en última instancia de su propia competencia. Esto quiere decir, hablando claro, que el Estado puede recuperar todas aquellas competencias que haya delegado o transferido a entes supra o infraestatales. Del mismo modo, esto quiere decir que el Estado puede, si lo desea, salir de una organización supraestatal como lo es la Unión Europea para los Estados miembros. Otra cosa es que por motivos diversos, los Estados consideren oportuno o no hacer pleno uso de su soberanía. Pero lo que nos importa no es esto. Es más bien la explicación tan curiosa que, una vez explicado que ya no hay Estados soberanos (quizás para desmotivar al nacionalismo catalán), dice luego que el Estado federal no es la confederación de aquellos que, lo cito, “cuando hablan de federalismo quieren decir confederación”. Y ¿por qué se dice esto? Porque se sabe que históricamente lo que caracteriza a las formas confederales es la libertad que tienen las partes de salir unilateralmente de la confederación, es decir de actuar como auténticos Estados soberanos… No puede ser que haya Estados soberanos para ciertas cosas y no para otras. O los hay o no los hay. Y como los hay, y como además ocurre en nuestras sociedades democráticas complejas que surjan por cauces democráticos reivindicaciones como las del nacionalismo catalán, cuya legitimidad democrática no se duda hoy en asemejar a la de un Estado soberano, precisamente por esto es fundamental promover esa cultura federal sin la cual, lleva razón en esto, las estructuras federativas no consiguen resistir a los embates que desde el centro y desde la periferia se producen siempre, pues tal es su lógica, en un sistema federativo.
Para terminar, creo que se deberían tener en cuenta trabajos tan importantes como el de Olivier Beaud, Teoría de la Federación (Escolar y Mayo Editoires, 2009) antes de utilizar categorías (Estado federal, Confederación, etc.) tan discutibles científicamente como poco útiles hoy. A no ser que su utilidad sea otra…