sábado, 20 de diciembre de 2014

Chiste federalista, o federalismo de chiste. Lo que prefieran


Llevo ya mucho escrito sobre el tema: la etiqueta federal es tan confusa, sabemos tan poco y tan mal lo que el federalismo implica, que cualquiera puede llegar y hacerla suya. Y claro, pasa lo que tiene que pasar: que al honesto pero desinformado ciudadano le puede dar el timo de la estampilla el primer espabilado... Fíjese que usted va por la calle y le para un policía -alto ahí, policía- y puede ver su coche oficial y su insignia, vamos, que hay muy pocas probabilidades de que el policía no sea realmente un policía. Y mejor así, no en vano nuestras sociedades funcionan valorando esa seguridad que ofrece el saber que el policía que lo detiene a uno es un policía, y no un desalmado disfrazado.

Pues bien, si usted se cruza con un federalista, prepárese a escuchar de todo. Le dirá que el federalismo es la democracia de proximidad, y acto seguido que hay que luchar por la unificación federal europea. Y no le vaya usted a decir que eso es a lo mejor un poco contradictorio, porque si no le dirá que el federalismo son los derechos humanos y las libertades individuales, y que en un sistema federal todo se hace por medio de pactos, es decir, por voluntad propia de cada ciudadano, y que esos pactos son la base de la unidad en la diversidad, de la convivencia y de la solidaridad de los pueblos. Y pobre de usted si le dice que no es lo mismo un pacto entre pueblos que un pacto entre ciudadanos, porque entonces le hablará de la armonía entre lo individual y lo colectivo, entre lo particular y lo universal, y no se extrañe de que le acabe hablando de la ética comunicacional, de la justicia universal o incluso del demos europeo (¿el qué?). Y claro, se quedará usted en el peor de los casos con cara de tonto, pensando que qué error fue -y mira que no se lo dijeron sus padres- haber abandonado tan pronto sus estudios (no como el federalista con quien habla) y se hará usted también federalista, que eso de los derechos humanos y los pactos entre lo comunicacional y lo particular de la democracia mola cantidad. Y será usted, con perdón, un tonto federalista. En el mejor (¿mejor?) de los casos, si usted es una persona desinformada como tantas, pero desconfiada ante lo que usted no entiende (quédese usted tranquilo: la culpa no es suya), se acabará usted haciendo anti-federalista y yendo probablemente hacia discursos políticos que usted pueda entender sin que tenga la impresión (y digo "la impresión") de que le están tomando el pelo. Y será usted probablemente un nacionalista como tantos otros.

Este es el chiste del tonto federalista y del nacionalista. Aunque, para ser sincero, no sé si es más bien un chiste federalista o un federalismo de chiste. Lo que prefieran.



sábado, 13 de diciembre de 2014

No, España no es un Estado federal

El texto que se reproduce a continuación se publicó el 10 de diciembre de 2014 en El Diario (Agenda Pública): 
 http://www.eldiario.es/agendapublica/reforma-constitucional/Espana-federal_0_333517622.html



No, España no es un Estado federal 

 

Si nos atenemos a los criterios federales identificados por los expertos no podemos decir que España sea un Estado federal.


La tesis que hace del Estado español un sistema federal entre muchos otros es, en mi opinión, un lugar común demasiado extendido en la literatura especializada. Es más, se trata de una tesis realmente desconcertante pues lo apuesta todo por un enfoque empírico-comparatista (comparar el sistema español con los sistemas federales conocidos) que, aplicado con rigor, prueba lo contrario de lo que afirma.

En lo que sigue trato de mostrar que dicha tesis carece de base empírico-positiva, razón por la cual las dudas que pesan sobre su carácter ideológico, es decir no científico, pueden parecer fundadas.

Los expertos en federalismo han podido identificar un grupo de características que tiene o debe tener todo sistema federal bien pensado. Entre ellas, las más comúnmente citadas son:
  1. Una Constitución rígida, norma suprema común, con previsiones explícitas y, en la medida de lo posible, claras en cuanto al reparto de competencias (idealmente exclusivas) entre el nivel federal y el nivel federado.
  2. Existencia de constituciones en los territorios federados, expresión y garantía de su autonomía política, por cuanto se aprueban y reforman sin intervención del nivel federal.
  3. Doble nivel de poder público, o separación vertical de poderes. Los Estados federados tienen un poder ejecutivo, legislativo, e idealmente judicial, propios.
  4. Autonomía financiera del nivel federado (o haciendas separadas), soporte y garantía de sus políticas públicas.
  5. Existencia de un Senado federal que represente los intereses de los territorios federados, al lado de la Cámara baja de representación de la ciudadanía federal, y garantice también su participación en el gobierno compartido de la federación.
  6. Existencia de un órgano jurisdiccional (Tribunal Supremo o Tribunal Constitucional) árbitro imparcial de los conflictos entre nivel federal y nivel federado. Para garantizar la imparcialidad de este órgano es importante la participación de las unidades federadas en el proceso de selección y nombramiento de los magistrados que lo forman.
  7. Participación de los Estados federados a la reforma constitucional, garantía de que la Constitución federal no se reformará sin contar con su voluntad.
¿Cuántos de estos criterios reúne el Estado español? Si se responde a la pregunta con cierta benevolencia, se podría decir que el primero y el tercero. Se podría añadir con todo, y sería así una respuesta más completa, que la Constitución española no establece (punto 1) un reparto de competencias favorable a las CCAA (como hace la cláusula residual en EEUU por ejemplo: todas las competencias no atribuidas explícitamente al nivel federal son competencia del nivel federado), ni reglas repartidoras claras que protejan las competencias de las CCAA frente a las posibles y de hecho frecuentes invasiones de la autoridad central, como tampoco prevé (punto 3) una separación vertical completa de los poderes, pues no hay en las CCAA un poder judicial propio, como sí lo hay para el Estado central. En ambos casos se observa la existencia de previsiones asimétricas, claramente favorables al nivel central, lo cual en absoluto se justifica desde un enfoque objetivo del problema. Es decir, no necesariamente tiene por qué favorecer el reparto de competencias o la distribución vertical de poderes al Estado central o federal, como con meridiana claridad lo muestra el modelo canónico de los EEUU. Pero dejando de lado este debate, por interesante que sea (en mi opinión lo es), lo que aquí me importa es subrayar que de los 7 criterios citados, España cumpliría, de manera imperfecta o muy discutible, solo 2. Veamos:   
  1. Las Comunidades Autónomas no tienen Constituciones. Los Estatutos Autonómicos necesitan el concurso del Estado central para su aprobación y reforma, lo que implica un control político inimaginable en un sistema federal bien ordenado.
  2. No hay un Senado que represente a las Comunidades Autónomas (el Senado español es un Congreso bis) y que garantice la participación y el peso de éstas en el proceso legislativo, en el de selección y nombramiento de los más altos magistrados del Estado (Consejo General del Poder Judicial, Tribunal Constitucional), o aún en el proceso de reforma constitucional.
  3. No hay tampoco autonomía financiera, exceptuando quizás los casos excepcionales del País Vasco y Navarra.
  4. No hay tampoco, como ya se ha dicho, participación de las Comunidades Autónomas en la reforma constitucional, siendo así que el sistema español podría recentralizarse contra la voluntad de estas (o de algunas) si los dos partidos mayoritarios actualmente se pusieran de acuerdo a tal efecto.
  5. Tampoco participan realmente las Comunidades Autónomas en el procedimiento de selección y nombramiento de los magistrados del Tribunal Constitucional, pudiendo ser así percibido este órgano del Estado como juez y parte en los conflictos que pueden enfrentar a las CCAA con el Estado central. La actuación reciente del TC entrando a conocer de actos y declaraciones que no tenían ni valor ni efectos jurídicos (la declaración de soberanía del Parlament, la consulta alternativa del 9N) ha mostrado sin duda la versión menos sutil y refinada de la intervención de la justicia constitucional en defensa de los intereses políticos del Estado cuando no se garantiza lo suficientemente bien su imparcialidad.
Habrá quizás quien objete que muy pocos son los Estados federales que reúnen todos esos criterios, o al menos una gran parte. Y puede que lleve razón. Mas eso no mejorará desde luego la posición del Estado español cuando se mide a los criterios seleccionados por los expertos. Como mucho, cabría preguntar por la pertinencia de dichos criterios para dar cuenta de lo que es realmente un sistema federal. No creo que ese camino lleve muy lejos, pero quien discuta la pertinencia de los criterios propuestos por los expertos ha de argumentar su posición. Y posiblemente no sea muy fácil. A falta de tal demostración, lo único que podemos afirmar con seguridad hoy, en el estado actual de nuestro conocimiento sobre las federaciones presentes y pasadas, es que España está muy lejos del modelo federal. Incluso el parecido no deja de ser lejano. Lógico por otro lado, pues no es lo que se quería construir en 1978.

En conclusión, lo único que podemos afirmar como estudiosos del tema, y celosos de la objetividad que caracteriza el discurso científico, es que el cotejo de España con los criterios federales que los expertos han identificado no permite decir que el Estado español es federal. A partir de ahí, se puede afirmar también, y con el mismo grado de certeza, que el margen que tiene España para avanzar hacia el modelo federal es mucho más que grande. Si esto es así, para convertir a España en una federación haría falta algo más que una reforma parcial de la Constitución. Haría falta una reforma casi total del modelo de Estado. Cuestión diferente es que los actores políticos acepten tomar ese camino, o que ese camino les resulte apetecible. El discurso científico en eso calla, pero podemos pensar que ofrece ya un buen punto de partida para un debate público bien informado y sin trampas.



miércoles, 10 de diciembre de 2014

¿Cultura o estructura federal? ¿Qué es primero?



Sorprende ver que reputados juristas apelen, como solución al problema territorial español, a la cultura federal, elemento que dicen precisamente ausente en lo que entienden es ya una “estructura federal”. La de nuestro Estado de las Autonomías.

Pero ¿es posible cultura federal sin estructura federal? O de otro modo, ¿la ausencia de cultura federal no nos está diciendo que tampoco hay estructura federal?

En su acepción más general, cultura es el conjunto de prácticas, hábitos, creencias y valores de una sociedad, consolidados con el paso del tiempo, el marco u horizonte de significado en el que se desenvuelven nuestras vidas, el que nos da las herramientas con las que leemos y tratamos de entender el mundo que nos rodea. Sus manifestaciones o expresiones son muy variadas. Por solo dar un ejemplo, muy de actualidad, la dimisión para un político o ejecutivo que haya infringido alguna norma (jurídica o moral) parece obligatoria (y así lo entienden directamente los implicados) en países de cultura política anglosajona, mientras que la misma falta en países latinos, como el nuestro, no desemboca necesariamente en dimisión ni excusas públicas. Cuestión de cultura democrática, sin duda.

La cultura no es algo por consiguiente que pueda caer del cielo o que uno pueda adquirir en algún supermercado. Es muy difícil separarse de aquello que culturalmente nos define, y del mismo modo es muy difícil adquirir nuevos hábitos que modifiquen nuestra cultura. Más que difícil diría que es un proceso largo. Muchos dicen de hecho, y seguramente con razón, que algunos de los problemas más agudos de la sociedad española vienen precisamente de esos largos 40 años de dictadura que conformaron la cultura dominante del país, durante esos 40 años, y muchos de los que luego les siguieron. Porque, repito, cambiar estructuras (jurídicas, económicas, etc.) puede ser relativamente fácil, hasta hacerse de la noche a la mañana. Cambiar la cultura (maneras, hábitos) de quienes van a gobernar dichas estructuras de poder ya es otro cantar.

Sorprende por ello sobremanera ver la insistencia con la que en España se apela a una cultura federal como una de las soluciones posibles para resolver el problema político territorial español. Para quienes así razonan, la estructura federal ya existiría más o menos, y de ahí que apelen a la cultura federal. Sería algo así como decir: “venga, no seamos cabezotas, que ya tenemos unas buenas reglas del juego; juguemos pues con fair play”. Y claro, del fair play ni rastro. ¿Por qué?

Pienso que habrá que hacerse la pregunta algún día. ¿No es más razonable pensar que si no hay cultura federal –sólidamente implantada en el transcurrir de los más de 30 años del actual sistema democrático- es quizás porque tampoco hay estructura federal? O dicho de otra manera, ¿no es más lógico pensar que la cultura federal necesita previamente una estructura federal en la que poder desenvolverse y consolidarse? Creo que tenemos que desengañarnos, esto no es el cuento del huevo o la gallina. Sin estructura federal es imposible que en España haya un terreno fértil para la cultura federal. No en vano así funcionamos en muchos otros temas: insistir en la forma es lo que –creo- ha de permitir cambiar las cosas (nuestros hábitos) en cuanto al fondo. Y así se hace de hecho con problemas como la discriminación sexual o racial, implantando por ejemplo un sistema de paridad y cuotas para luchar contra nuestra cultura patriarcal y el racismo. ¿Por qué? Porque sabemos que si dejamos que el problema se resuelva gracias a nuestros hábitos adquiridos, seguiremos en el mismo punto durante mucho tiempo. Sabemos, en definitiva, que solo esas imposiciones formales pueden –ciertamente con dificultad- cambiar poco a poco el estado de las cosas. 

Eso nos lleva a dos conclusiones. Más bien a una conclusión y a una reflexión de fondo.

La conclusión: el federalismo solo es posible en España si se acepta una reforma muy sustancial de la Constitución. Solo a partir de reglas claras e inequívocamente federales podrá decírseles a los actores políticos: jueguen ustedes ahora al juego del federalismo con fair play y creen así una cultura federal. Y tendrán todos, de la noche a la mañana, que aprender a jugar al juego del federalismo, como años atrás tuvieron nuestros políticos que aprender a jugar a un juego que desconocían por completo: el de la Democracia.

La reflexión (necesariamente pesimista): si no hay cultura federal sin estructura federal, y si la cultura federal brilla por su ausencia en nuestro país, cabe preguntarse si nuestra clase política puede tener algún interés en adoptar estructuras de poder que no son aquellas que tienen su preferencia. Obviamente no, por lo menos no por placer o especial apego a la fórmula federal. Pues bien, ahí es donde juegan y han jugado, creo, un papel determinante Cataluña y el País Vasco. Seamos francos: España nunca habría tenido la descentralización que tiene sin la presión del nacionalismo catalán y vasco. La descentralización española no se ha llevado a cabo por el amor de las élites españolas por la autonomía territorial. El modelo a imitar en España siempre ha sido Francia, no los EEUU. ¿Es posible entonces que esa presión –más visible que nunca hoy- permita a la clase política española relegar su opción preferente (dejar todo como está) para tratar de que el nacionalismo catalán y vasco también deseche su opción más deseada (la independencia)? ¿Es posible que de esa renuncia común al ideal propio pueda surgir una estructura federal capaz de promover una cultura no de nation-building (construcción nacional o de cultura nacional) sino de federalism-building (construcción de una cultura federal)? Podemos pensar que si ha sido posible llegar hasta donde se ha llegado, quizás se pueda, y valga la pena, hacer un esfuerzo para llegar juntos un poco más lejos. Posible, aunque altamente improbable si atendemos a la cultura política dominante (no federal) en España.   

Es posible, pero para ello sería necesario entender previamente que las élites españolas carecen de la cultura federal capaz de llevar al grupo mayoritario a tender la mano y negociar con los grupos minoritarios en igualdad de condiciones. Y habría también que entender que nada hay de extraño en esa actitud del grupo dominante. Ahora bien, eso nos lleva a tener que entender también las bases de una relación federal honesta abandonando el angelismo y el idealismo (que engaña, aunque sea un angelismo o un idealismo bienintencionado) que rodea el discurso de muchos "federalistas" (aquel que pretende que gente que ni quiere el federalismo ni tiene interés por hacer lo que parece obvio que corresponde hacer para crear un sistema federal como Dios manda podrá conducirnos a un sistema federal), y a entender que en la fase inicial de los pactos federales históricos más celebrados (EEUU, Suiza) no encontramos una iniciativa movida principalmente por la “fraternidad”, la “solidaridad”, “la igualdad” (el discurso bobalicón o idealista), o el deseo de formar una “gran nación poderosa”, sino todo lo contrario: encontramos un egoísmo, o “particularismo” (Beaud), que es el que mueve a unirse a esas sociedades diferentes en una sociedad más grande (la “sociedad de sociedades” de Montesquieu) por medio de un pacto político (el pacto federativo: Proudhon) en el que las partes se reservan las parcelas de independencia que juzguen oportuno reservarse. El federalismo necesita ese momento previo que no está caracterizado, lo repito, por la fraternidad, la lealtad o la solidaridad de los pueblos que deciden federarse sino por los egoísmos particularistas o estatales, que son los que en definitiva renuncian a su ideal supremo (por razones que podemos entender muy válidas) de independencia para entrar en una relación federal de interdependencia en la que todos ganan y todos pierden algo.

¿Tenemos de lo primero (cultura federal de la sociedad dominante, que tiende la mano a las sociedades minoritarias para negociar un pacto federal)? Claramente no. ¿Tenemos de lo segundo (particularismos o egoísmos, nacionalismos o sociedades distintas, o como se le prefiera llamar)? Claramente sí. A buen entendedor pues…

Concluyo. No es relación federal aquella en la que solo una de las partes nunca pierde nada. No es relación federal aquella en la que uno manda y los territorios obedecen. Eso no es cultura federal. Y precisamente eso es lo que podría corregirse mediante una estructura federal que dé sentido a aquello que define la cultura federal una vez institucionalizada y asentada: unión, lealtad, confianza, solidaridad y fraternidad en la independencia de las partes. Conceptos todos que no tienen sentido (o por lo menos no el mismo) en una estructura no federal como la nuestra. Y es que no es honesto pedir lealtad o confianza cuando no existen las condiciones para esa lealtad o esa confianza. Sería como pedirle a la mujer maltratada (con perdón) que siga confiando y queriendo al salvaje de su marido. Pues eso.

Estructura pues, solo después cultura.   




domingo, 2 de noviembre de 2014

Lo que no aprendimos de Canadá

Este artículo se publicó el 30 de octubre de 2014 en El Diario: http://www.eldiario.es/agendapublica/reforma-constitucional/aprendimos-Canada_0_319168817.html

En Canadá ha habido y hay un rechazo y un miedo, de idéntica intensidad que en España, frente a lo que se ha dado en llamar en nuestro país el “desafío soberanista”. Sin embargo, la estrategia para enfrentar el desafío planteado por el nacionalismo quebequense ha sido muy diferente de la adoptada en España. Aquí la Constitución se ha blandido para hacer que sea imposible lo que probablemente no se puede detener. Por lo menos no de esa forma.

Se ha hablado mucho sobre la vía canadiense, sobre el muy conocido y celebrado  dictamen sobre la secesión unilateral de Quebec del Tribunal Supremo de Canadá (TSC) en 1998, y en términos generalmente muy positivos. Pero no parece que hayamos aprendido la más mínima lección de lo que pasó, y de lo que, por la misma vía, acaba de pasar en el Reino Unido con Escocia. Veamos:

1. No se combate la independencia impidiendo votar. De los referéndums que nos interesan, comparables con el anunciado para el 9-N, me refiero a los dos de Quebec y al de Escocia, todos se han saldado con un NO a la independencia. Es cierto que el segundo NO en Quebec ganó por unos escasos 50000 votos (50,58 % SI, 49,42 % NO), pero los otros dos tuvieron un resultado más holgado para el NO (59,56 % - 40,44 % en 1980 en Quebec, y 55,3 % - 44,7 % en Escocia). Si se observa el equilibrio de fuerzas en Cataluña, así como  algunos análisis propuestos a partir de los sondeos de opinión de los últimos años, puede concluirse que el voto independentista no sería necesariamente el favorito en un referéndum de independencia en Cataluña. El miedo al salto al vacío que supone la independencia, aun cuando el nacionalismo sea mayoritario, dificulta mucho el voto independentista.

2. Votar sobre un “contenido ilegal”, como puede ser la independencia de un territorio en un sistema que no la prevé o la rechaza, no vulnera el orden jurídico. Una de las conclusiones más relevantes del dictamen del TSC es que el resultado de un referéndum de independencia, por sí mismo, no tiene efectos jurídicos: “La Constitución no trata de un recurso al referéndum, y los resultados de un referéndum no tienen ningún peso ni efecto jurídico en nuestro sistema constitucional […]. […] un referéndum, por sí solo y sin más, no tendría ningún efecto jurídico y no podría por sí solo realizar una secesión unilateral” (§87, p. 265). Tampoco tenía efectos vinculantes la consulta inicialmente prevista en Cataluña (menos aún la de ahora), y por ello afirmar que su celebración vulneraría el orden jurídico español es algo que se sostiene con dificultad tratándose de una consulta cuyo resultado no obliga a los poderes públicos. Si no fuese así, no tendría sentido la distinción que se hace en derecho entre “vinculante” y “no vinculante”. Si el derecho es vinculante, aquello que no lo es, lógicamente, no es derecho.      

3. Utilizar el derecho para impedir votar no es defender idóneamente el Estado de derecho. Según el TSC, los principios constitucionales (federalismo, democracia, constitucionalismo e imperio de la ley, y protección de las minorías) obligan a los poderes públicos a no discriminar ninguno de ellos. Es así como la oposición entre legalidad (constitucionalismo e imperio de la ley) y legitimidad (democracia) en un debate como el que nos ocupa carece de pertinencia para el TSC si lo que con esa oposición se busca es negar ya sea la importancia del respeto del marco legal, ya sea la importancia del principio democrático en sociedades política y jurídicamente complejas como la canadiense. Puede ocurrir en Canadá que el principio democrático lleve en un territorio a defender un proyecto secesionista. Es de hecho el propio sistema el que permite proyectos políticos diferentes dentro del mismo orden jurídico. Y precisamente porque esto puede ocurrir –explica el TSC- puede parecer desacertado privilegiar el constitucionalismo y la regla de derecho, haciendo caso omiso de las demandas secesionistas, del mismo modo que lo sería (desacertado) pretender que el sistema jurídico deba ceder ante la reclamación democráticamente legítima pero unilateral de un territorio secesionista: “Quienes muy legítimamente insisten en la importancia de la primacía del derecho no pueden al mismo tiempo abstraerse de la necesidad de actuar conforme a los principios y valores constitucionales y deben así poner lo que se precisa por su parte para contribuir a la preservación y promoción de un marco en el que la regla de derecho pueda consolidarse” (§95, pp. 268-269).

4. Un problema político requiere una solución política negociada. El TSC insiste en el carácter político del problema que en su día se le planteó y en su difícil justiciabilidad. De hecho, si atendemos a lo ocurrido tras su dictamen de 1998, podremos observar que la  Clarity Act aprobada por el Parlamento canadiense en 2000 no ha zanjado el conflicto con Quebec. A dicha ley le siguió otra ley del Parlamento de Quebec en 2001 ( ley sobre el ejercicio de los derechos fundamentales y las prerrogativas del pueblo quebequense y del Estado de Quebec) en respuesta a lo que se percibió como un intento por parte del Gobierno canadiense de seguir teniendo, jurídicamente hablando, la sartén por el mango. En efecto, frente a lo que parece prever la Clarity Act, la ley quebequense afirma que un 50 % más un voto favorable a la independencia sería suficiente. La existencia de dos leyes que se contradicen sobre aspectos importantes del debate (la claridad de la pregunta o la mayoría necesaria para la independencia) muestra que el uso del derecho con el fin de satisfacer fines unilaterales no resuelve el problema político.

5. La reforma de la Constitución debe aceptarse. La actitud del Gobierno español, en su negativa a la reforma constitucional, lo pone en una posición insostenible atendiendo a los principios y valores de la democracia, del constitucionalismo y del Estado de derecho (“La constitución no es una camisa de fuerza” - §150, p. 293). Desde el momento en que surgen demandas serias y numerosas de reforma constitucional (o de independencia), hablar de “falta de consenso” o explicar que “no es el momento”, como lo hace el Gobierno español, es abusar de su posición dominante al frente del aparato del Estado e imponer así su voluntad obviando los principios de democracia, constitucionalismo y Estado de derecho, a los que se podrían también añadir los dos restantes a los que se refiere el TSC: el federalismo (la descentralización en España) y la protección de las minorías. Si seguimos al TSC en su dictamen, el Gobierno español estaría adoptando una posición muy reprochable desde el punto de vista jurídico al contrariar principios y valores constitucionales que no debe ignorar. 

6. La justicia constitucional debe ser imparcial. El Gobierno español ha puesto en manos del TC la cuestión relativa a la constitucionalidad de la consulta. Bajo forma diferente (consultiva), lo mismo pasó en Canadá. Pero en Canadá, la respuesta del TS sorprendió gratamente al emitir un dictamen de una envidiable calidad jurídica, y que permitió asimismo rebajar la tensión política. No se sabe lo que dirá nuestro TC sobre la consulta, pero parece difícil que cambie la posición adoptada en su STC 103/2008, sobre todo si tenemos en cuenta que no hace mucho aceptó el examen de la declaración de soberanía del Gobierno catalán. Sería en cualquier caso una excelente noticia para la democracia española si, inspirándose de sus colegas canadienses, los magistrados del TC se limitaran a realizar un examen jurídico de la consulta. Como lo señalaba  Xavier Arbós recordando aquel dictamen del TSC, podría verse también como un ejercicio de sentido común.


viernes, 26 de septiembre de 2014

Le référendum écossais a fait trembler les fédéralistes européens. Pourquoi ?



Parmi les différentes conclusions à tirer des référendums écossais et catalan (ce dernier annoncé pour le 9 novembre) on peut en retenir deux : 1) l’attachement des Écossais et des Catalans à l’Europe, qu’ils ne veulent pas quitter ; 2) un attachement tout aussi fort à leur auto-gouvernement, qu’ils veulent accroître dans les deux cas. En somme, rien qui puisse choquer un fédéraliste. Et pourtant…

Le moment est à la crise et appelle d’urgence une réflexion sur le fédéralisme dans le contexte « déjà fédératif » européen. Ici et là, les fédéralistes européens demandent une Europe plus démocratique et plus forte, un gouvernement central plus fort, ce qui - nous explique-t-on - devraient aller sans heurter l’autonomie des États-membres et de leurs territoires également autonomes (Écosse, Catalogne, Pays basque, Flandres, etc.). La chose se présente belle à ravir et on aimerait tous l’aimer et l’épouser. Mais ce n’est pas parce que la chose est belle que le mariage est possible. Quelques touches (très rapides) de pédagogie et de clarté tirées de l’histoire du fédéralisme moderne devraient nous permettre de comprendre que ce fédéralisme à trois niveaux, « tous très autonomes », est irréalisable.

Kelsen, le grand juriste autrichien, parlait de la répartition des compétences comme étant « le noyau politique » de l’idée fédéraliste. Le fédéralisme qu’on connaît depuis l’essai fondateur aux États-Unis (1787) est un fédéralisme qui a partagé le pouvoir public (les compétences) entre deux niveaux étatiques : le fédéral et le fédéré. Aujourd’hui, les spécialistes sont d’accord pour reconnaître comme étant un trait caractéristique du fédéralisme moderne une tendance progressive à la centralisation des ressources et à l’uniformisation juridique et politique. Plus nos vieux systèmes fédératifs évoluaient plus la répartition des compétences tournait au profit du gouvernement fédéral et au détriment, par conséquent, du niveau fédéré. En d’autres mots, plus la puissance étatique du niveau fédéral augmentait, plus celle du niveau fédéré s’affaiblissait. La tendance a pu atteindre une telle ampleur qu’on est aujourd’hui à se demander si certains États fédéraux sont encore des systèmes fédératifs ou à considérer certains systèmes décentralisés (Grande Bretagne ou Espagne) comme de vrais systèmes fédératifs. C’est dire.

Voilà ce qui s’est passé dans notre histoire, grosso modo, avec deux parties autour de la table des compétences à repartir dans un système fédératif : perte d’auto-gouvernement de l’échelon fédéré ; éloignement progressif, au profit d’un centre politique, d’un certain nombre de compétences et de responsabilités autrefois ancrées au plus près des citoyens ; les unités fédérées soumises dès lors de plus en plus souvent aux intérêts de la majorité fédérale ; une subsidiarité qui fonctionne le plus souvent « à l’envers » ; substitution d’une logique de la « coordination » par une logique de la « subordination » ; remise en cause et appauvrissement, de plus en plus dès lors, de l’idéal de l’unité dans la diversité ;  etc.

Ajoutons maintenant un troisième convive à notre table, et précisions qu’il n’est pas là pour regarder manger les deux autres. Il a faim aussi. C’est l’exemple de l’UE (Europe, État-membre, territoire autonome). Peut-on sérieusement penser que, la chose à répartir étant la même (la compétence), on pourrait avoir à la fois, un gouvernement fédéral européen fort, des États-membres forts et des territoires autonomes forts dans les États-membres ? Si la compétence européenne s’accroît, ce sera nécessairement au détriment de celle des États-membres, et à plus forte raison des territoires autonomes des États-membres.

Dès lors, la question se pose : pourquoi les fédéralistes européens se sont-ils raidis à l’approche du référendum écossais ? Si l’on chérit l’auto-gouvernement, et si l’on chérit l’Europe des Peuples lancée par quelques-uns de nos plus grands fédéralistes européens du siècle dernier (Guy Héraud, Denis de Rougemont, Alexandre Marc), on aura du mal à comprendre cette peur soudainement exprimée contre l’indépendantisme écossais et catalan. Et je demanderais alors : quel auto-gouvernement réservons-nous demain aux Écossais et aux Catalans au sein de leurs États-membres respectifs dans une Europe politique forte ? Voilà la réponse : ce sera une autonomie de plus en plus affaiblie par les empiétements du gouvernement fédéral européen et de chaque État-membre (qui voudra récupérer par en bas ce qu’il aura perdu par en haut). A moins que ce ne soit, dans le cas de l’Écosse, une sortie de l’UE imposée par la Grande Bretagne…

Les promesses fédérales d’une Europe politique forte, avec des États fédérés forts et des territoires autonomes forts ne pourront pas être tenues. C’est tout simplement impossible. Dès lors, si l’UE avance vers l’intégration politique, l’intérêt des populations qui, comme en Écosse ou en Catalogne, tiennent à leur auto-gouvernement, est de devenir un échelon ou niveau fédéré (et non sous-fédéré) au sein de l’UE. Aux côtés, bien entendu, des autres unités fédérées que sont aujourd’hui les États-membres. Et les fédéralistes européens doivent le comprendre. Autrement, aux résistances que rencontre le projet politique fédéral européen chez les États-membres, viendront s’ajouter celles des Écossais, des Basques, des Catalans, des Corses, des Flamands, etc.

  

jueves, 25 de septiembre de 2014

¿Constitución o política? La realidad del Derecho



Este texto de publicó el 20 de septiembre de 2014 en El Diario:  
http://www.eldiario.es/agendapublica/reforma-constitucional/Constitucion-politica_0_304120207.html


Se está presentando la Constitución española (CE) como un límite infranqueable para ciertos proyectos políticos que se consideran inconstitucionales. Es una descripción equivocada de la realidad jurídica. La realidad del Derecho, aunque no guste, es otra. 

Me ha sorprendido mucho ver en varios medios la distinción que se ha querido hacer entre lo que está aconteciendo en Gran Bretaña, por un lado, con el referéndum escocés, y en España, por el otro, con la consulta catalana.
Se ha venido a explicar que lo que pasa en uno y otro caso no tiene punto de comparación porque en Gran Bretaña no hay Constitución escrita mientras que en España sí la hay. En el primer caso, resultaría el referéndum posible al no estar prohibido constitucionalmente y depender, en definitiva, de la voluntad soberana del Parlamento de Westminster, que es en donde reside la soberanía en las Islas Británicas. En el segundo caso, al haber una Constitución escrita con disposiciones más o menos directas sobre la cuestión objeto de debate, resultaría la consulta imposible al chocar ésta con alguna de dichas disposiciones, que, según tiende a explicarse, la prohíben. Dicha explicación carece de fundamento jurídico y me gustaría aquí demostrarlo brevemente.
El hecho de que la Constitución inglesa no sea escrita no explica, ni poco ni mucho, la posibilidad acordada a los escoceses de organizar el referéndum del próximo jueves. Lo único que ha hecho posible el referéndum es la actitud favorable a ello del Gobierno inglés y de su Parlamento. En otras palabras, si la actitud hubiese sido desfavorable, el referéndum no se habría acordado. En consecuencia, se entenderá sin dificultad que en esto nada tiene que ver el carácter flexible de la Constitución (no escrita) inglesa.
Si pasamos ahora al caso español, veremos que también la explicación fracasa en su intento de describir el problema. Se explica, grosso modo, que la CE o bien no prevé la consulta, o bien la prohíbe (lo cual no es lo mismo, pero esto carece de importancia para lo que quiero explicar aquí). En cualquier caso habría un problema de constitucionalidad. Es decir, el problema no sería que el Gobierno no quiera acordar la consulta, sino que la CE no lo permite. El argumento es erróneo e importa ver por qué.
Si bien es cierto que la CE establece en su art. 92 que el referéndum es una competencia del Estado central, no lo es menos que por la vía del art. 150.2 CE, realizando una interpretación extensiva del mismo, podría delegarse a la CA de Cataluña la competencia para celebrar la consulta que el Gobierno catalán quiere celebrar. El que esta interpretación generosa de la CE sea o no sea constitucional es algo que no se sabría de hecho hasta que se interpusiese el correspondiente recurso de inconstitucionalidad, y lo resolviese el TC en un sentido u otro. Pero eso ya nos obliga a valorar eventualidades que no necesariamente tienen por qué llegar. Puede perfectamente no haber recurso que conteste la delegación de la competencia para organizar la consulta por la vía del art. 150.2, en cuyo caso tanto la delegación del gobierno español como la posterior consulta serían totalmente legales en el sentido de su constitucionalidad. ¿Podría ocurrir que la delegación, previamente pactada con el resto de fuerzas políticas, no fuese recurrida? Podría. Y si puede, entonces no se puede llegar a otra conclusión que no sea la siguiente: la consulta podría ser constitucional, pues parece, en el escenario rápidamente presentado, que no habría ningún obstáculo jurídico real a su celebración. Pero esto no es todo.
Imaginemos que el Gobierno español entiende (y así lo entiende, con base jurídica también, qué duda cabe), que no puede delegar la competencia de organizar una consulta de tipo referendario. Lo cierto es que tampoco en este caso la CE dice nada que imposibilite la consulta. El Gobierno español, con el acuerdo de la oposición, podría aceptar la celebración de la consulta catalana en los términos en que se está preparando actualmente: ley de consultas catalana, y posterior convocatoria de la consulta por el Gobierno catalán. Bastaría con que los órganos habilitados a interponer un recurso de inconstitucionalidad (para la ley de consultas) o el gobierno español (para la suspensión del decreto de convocatoria de la consulta) se abstuvieran de recurrir para que de nuevo la consulta fuese legal en el sentido de su constitucionalidad. ¿Podría ocurrir esto? Claro que podría.
De hecho, tenemos todos en mente un contraejemplo muy claro: la reforma del art. 135 CE. Por su contenido, se podría perfectamente argumentar que dicha reforma es inconstitucional en el sentido, por ejemplo, de que afecta a la soberanía del pueblo español y a la capacidad de los poderes públicos de mantener y promover (lo que es un mandato constitucional también) políticas públicas (familia, educación, sanidad, etc.) preocupadas -digamos- por el bienestar general. En cierto sentido, atenta más a la soberanía del pueblo español esa reforma que una eventual independencia de Cataluña, pues, al margen de la pérdida territorial y poblacional, la soberanía del resto de españoles no se tendría por qué ver afectada. Y sin embargo ahí está la reforma del art. 135 CE, forma parte de nuestra legalidad constitucional actual.
Otro ejemplo lo encontramos en el recurso presentado contra el EAC reformado, que motivará, como se sabe, la STC 31/2010. ¿Qué hubiera pasado si no se hubiese presentado recurso contra el EAC? Pues lo siguiente: que una norma con apariencia clara de inconstitucionalidad (parcial), sería totalmente constitucional. Se me dirá que no es lo que ha pasado, que habido recurso y sentencia fallando su inconstitucionalidad, etc. Pero no es esto lo que me interesa. Lo que deseo hacer ver es que si no hubiera habido recurso (escenario posible) el EAC sería constitucionalmente irreprochable. Esto lo han advertido por lo demás algunos observadores, que no han dudado incluso en echar la culpa del conflicto político actual al partido político que entonces sometió a examen del TC la constitucionalidad del texto.
Concluyo ya. La conclusión más clara que podemos sacar de lo antedicho es que no hay diferencia alguna entre Constitución escrita y no escrita a la hora de hablar de mayor o menor permisividad, o mayor o menor grado de libertad en manos del Gobierno del Estado, respecto de la posibilidad de celebración de un referéndum de independencia. En Escocia se celebra porque lo ha aceptado el Parlamento inglés, y en Cataluña no se celebra, no porque no lo acepte la Constitución, sino porque el Gobierno español no lo acepta. Los límites que imponen las Constituciones rígidas son límites siempre franqueables si media una voluntad política lo suficientemente fuerte. Y la realidad del Derecho es que siempre existen vías para canalizar una voluntad política, sea cual sea el contenido (aparentemente constitucional o no) que dicha voluntad quiere imponer.
Por supuesto, puede entenderse la Constitución en un sentido normativo fuerte, es decir, como una norma que obliga a los poderes públicos a hacer o a abstenerse de hacer ciertas cosas. En ese sentido van las recomendaciones de Ferrajoli[i], por ejemplo. Y pueden establecerse mecanismos jurídicos eficaces (podemos pensarlo) para asegurarse de que los poderes públicos harán lo que la Constitución manda y no harán lo que la Constitución prohíbe. Pero importa subrayar que éste no es –por desgracia quizás (queda en el aire la cuestión de saber si un sistema normativo fuerte sería capaz de contener los desbordamientos de los poderes públicos –lo dudo-, pero ya es otro tema)- el modo en que funcionan nuestros sistemas jurídicos y nuestras constituciones. La realidad del derecho es otra; la de nuestras constituciones escritas también: su rigidez formal contrasta con su flexibilidad (o débil normativismo) material.


[i] Ver: Principia Iuris. Teoría del derecho y de la democracia, 3 vols., Madrid, Trotta, 2011. Para una discusión en torno a sus planteamientos, puede consultarse el monográfico que le fue dedicado por la revista Doxa: Cuadernos de Filosofía del Derecho (n° 34, 2011).