domingo, 17 de enero de 2016

Política 5-Ciencia 0. ¿Por qué pierde por goleada la ciencia? (3)



En el artículo anterior decía que los incentivos para que los científicos adopten un discurso político son numerosos. Decía también que un académico que reconozca abiertamente haber sucumbido al canto de las sirenas es de escaso valor para los políticos (y por eso es algo que no se puede reconocer), pues lo que éstos buscan en aquel es la caución de la Academia. Es decir, los políticos tratan de hacer que se entienda (y en alguna medida lo consiguen) que sus preferencias se ven respaldadas por el frío e imparcial discurso de la ciencia. Naturalmente, esta forma de posicionarse obliga a los académicos que, consciente o inconscientemente, se dejan seducir por el discurso político, a darle una apariencia científica a un discurso cuya naturaleza es fundamentalmente política[1]. Y justo es decir que esto es algo relativamente fácil para individuos que, tras años de estudio, son expertos en el manejo de las palabras y de las formas. Circulan incluso por la red noticias de investigadores que, para divertirse y al mismo tiempo denunciar prácticas académicas dudosas, han colado en revistas científicas textos auténticamente delirantes pero que, presentados con aparente respeto de las convenciones, daban el pego y escapaban al ojo fatigado de quienes estaban encargados de evaluar y dar el visto bueno a los artículos. En resumen, para un académico dar forma respetable a cualquier ocurrencia es un juego de niños.  

Cuando ni el título académico ni las formas son suficientes, el científico que se deja seducir por la política tiene todavía otras argucias para salir airoso de los inevitables debates y discusiones en que participa. Una de ellas es acogerse al infalible recurso de la “opinión”. Bastaría así con poner en una frase “en mi opinión” para que el autor quedara exonerado de un eventual error en sus afirmaciones. Como en materia opinable todo es relativo, no podría haber error. Tú piensas así, y yo de otra manera: quedamos empatados. El problema es que no todo es opinable. Quiero creer que si decir “en mi opinión, el sol sale por el este y se pone por el oeste” es absurdo, del mismo modo deberíamos considerar cosa absurda decir: “en mi opinión, la soberanía define al Estado” o “en mi opinión, es el órgano que aplica los textos jurídicos a los casos concretos, y no el creador de dichos textos, el que fija su significado jurídico”. Como lo que se afirma en todos estos casos es cierto, opinar sobre ellos solo tiene sentido desde una posición ignorante (con perdón), la de aquel, por ejemplo, que habiendo permanecido encerrado en una caverna, no tendría una percepción clara del movimiento (nuestro) de este a oeste respecto del sol. Con los otros dos ejemplos ocurre lo mismo: si se observa bien, no habría en ellos espacio para la opinión, al menos desde la ciencia (que desde el enfoque político se opine al respecto es normal, pero importará entonces recordar que la política, al revés de la ciencia, no busca decir la verdad).      

Para los políticos, lo bueno de que cada vez más cosas sean opinables es que no solo se disfraza más fácilmente el discurso político como discurso científico sino que se tiende, además, a una neutralización de la distancia entre discurso político y discurso científico. Si lo que define a este último es su capacidad de afirmar cosas ciertas (o falsificables), del estilo “el agua hierve a 100 grados” (a presión atmosférica) o “en España hay varios nacionalismos, y entre ellos el español”, entonces, cuantas menos cosas ciertas pueda afirmar la ciencia, tanta más cancha (y menores resistencias) tendrá el discurso político. Es así el reino de la opinión y de la incertidumbre el que le conviene. Un mundo inhóspito para el científico: la tertulia y el tertuliano elevados a modelo en el debate público.

Lo decía ya Renan al referirse al trabajo del historiador: el “error histórico” es bueno para la construcción nacional (l’oubli, et je dirais même l’erreur historique, sont un facteur essentiel dans la création d’une nation) y el buen historiador, si es patriota, ha de errar mucho pues el “progreso de los estudios históricos es a menudo un peligro para la nación” (le progrès des études historiques est souvent pour la nationalité un danger). La pregunta que yo me hago es si el buen historiador puede ser patriota.     

La próxima vez les contaré una anécdota que ilustra esta tendencia del discurso político a querer neutralizar la distancia necesaria (y realmente existente) entre discurso científico y discurso político.



[1] Notemos que no siempre es el caso. Un científico puede ser un profesional riguroso cuando aborda cuestiones poco o nada relevantes (o no problemáticas) para la política, y dejar de serlo al abordar cuestiones que sí puedan ser sensibles políticamente hablando.

martes, 5 de enero de 2016

Política 5 - Ciencia 0. ¿Por qué pierde por goleada la ciencia? (2)



 “La mayor parte de los comen­tarios que se consideran científicos son, en realidad, obras de política jurídica” (Hans Kelsen, Teoría pura del derecho, Buenos Aires, Eudeba, 2009, p. 133)

“Me ha parecido necesario volver a emprender con nuevas fuerzas el tratamiento de la vieja cuestión del federalismo, pues no me convencen ni las definiciones que se dan del federalismo, ni el método que se adopta para tratarlo, ni siquiera finalmente el sesgo que la doctrina le imprime al concepto de Federación” (Olivier Beaud, Teoría de la Federación, Madrid, Escolar y Mayo, 2009, p. 21)

En el anterior artículo decía que la política se resiste a aceptar y a trabajar con los datos y las conclusiones que los estudios científicos obtienen en determinados campos de investigación. Es así como en España, en vez de progresar en temas como el de la nación (los nacionalismos concurrentes) o el de la reforma federal, guiados por dichos datos y conclusiones, los políticos prefieren enredarse con ideas y conceptos que, a su vez enmarañados por ellos mismos, hacen que sea muy difícil, si no imposible, resolver problemas que todos vemos (hasta ellos) y para los que los estudios científicos proponen alguna solución, o al menos un principio de solución.

El discurso político gana pues –decía– frente al discurso científico. En realidad, el discurso político no podría ganar probablemente frente al discurso científico si encontrase en la comunidad científica una oposición frontal a lo que afirma. Para entenderlo, no habría más que imaginar a una clase política afirmando, por ejemplo, que España ya es un sistema federal como el que más, y a la comunidad académica en frente diciendo que no. Ante dicha oposición de pareceres, supongo que la gente normal, que no se dedica ni a la política ni a la ciencia, pero que es quien elige a sus gobernantes, entendería que la opinión de estos últimos no es de mucho peso frente a la comunidad científica. Por ello supongo también que la gente vería más fácilmente las triquiñuelas de los gobernantes, y podría por consiguiente sancionarlos (o no). Es probable asimismo, al menos lo supongo, que frente a una comunidad científica poco complaciente ante el discurso político, los gobernantes serían más prudentes a la hora de afirmar tal o cual cosa. Pero no es lo que pasa.

Como el discurso político gana, lo cierto es que hay pocos incentivos para que un científico prefiera el discurso de la ciencia al discurso político. Lo he comentado ya en algunos artículos dedicados en este blog a la Teoría de la federación de Olivier Beaud. Su libro ha sido un éxito (académico) en Francia y no se puede ya aquí (en Francia) escribir una sola línea sobre federalismo sin seguir los pasos de Beaud. Apunten: el federalismo no existe en el debate político francés, si dejamos de lado el contexto de la UE que, dicho sea de paso, ha motivado, y lo seguirá haciendo probablemente, un interés renovado por el tema del federalismo en Francia. En España, donde el tema del federalismo sí tiene importancia política y se pone sobre el tapete cada X años, el libro de Beaud, rápidamente traducido al español, ha pasado totalmente desapercibido. Apunten: otros trabajos sobre el mismo tema, pero de escaso valor científico, como el tantas veces citado Los Rostros del federalismo, han sido saludados y bendecidos por doquier. Pregunto ahora lo siguiente: ¿Cómo entender esto de otro modo que no sea el interés político –de la política– por ciertas lecturas e interpretaciones propuestas sobre un mismo objeto de estudio (aquí el federalismo)? ¿Puede en serio –científicamente hablando– preferirse Rostros del federalismo a Teoría de la federación? Seamos serios.

El caso es que, como decía, los incentivos del científico para no preferir el discurso político son más bien pocos: ni se venden más libros, ni se obtienen más premios, ni se gana necesariamente más fácilmente el reconocimiento de la profesión (ni dinero, no financiación, etc.), ni se obtienen los mejores puestos, y así un largo etcétera. Sucede más bien lo contrario. Determinadas posiciones, que pueden ser consideradas rígidas desde el punto de vista científico, pueden costar muy caras a jóvenes y no tan jóvenes investigadores. Como esto los científicos lo saben, lo lógico en un sistema tan competitivo como el académico, es ir a lo más rentable. Y lo más rentable es adoptar el discurso político, decir sobre cuestiones bien precisas (nación, Constitución, federalismo, etc.) aquello que deja tranquilos a los mandamases, que no perturba el relato oficial, que da caución científica a las políticas y políticos de turno, pues es esa actitud –tan poco científica– la que puede permitirle paradójicamente al científico prosperar y construir una brillante carrera.

El  colmo de todo esto es que el científico que adopta el discurso político tiene capacidad, medios y amigos de sobra para hacer que el discurso científico que él ha abandonado se convierta para la gran mayoría en discurso político, y que el discurso político que él ha adoptado sea percibido como discurso científico. La boucle est bouclée. Pensemos, por otro lado, que si su discurso no fuese percibido como discurso científico, se descubriría la superchería, y eso no puede ser, pues no le serviría de nada ni al político ni al académico. Y es así como al científico honesto, quiero decir despreocupado por lo que pueda interesar o no a los políticos, se le puede acabar acusando de defender ciertas tesis por razones políticas.

Precioso círculo vicioso, ¿no?