Este texto es un comentario
breve a
la respuesta de Alberto Garzón a un
artículo que Pau Llonch le dirigió a modo de crítica por su posición
contraria al referéndum proyectado por el Gobierno catalán para el próximo 1 de
octubre. En opinión de Llonch, si resumo, la lucha social ha de ir de la mano
en el caso catalán y español de la lucha nacional, razón por la que las fuerzas
de izquierdas -entiende él- deberían apoyar el referéndum del 1-O sin
pensárselo mucho. Tanto en el texto de Llonch como en la respuesta de Garzón se
abordan cuestiones de doctrina o de lectura marxista en las que no me detendré
aquí. Sí me interesa en cambio la manera en que Garzón responde a Llonch sobre
el llamado “eje nacional”, de una manera bastante desinformada que viene, en el
fondo, a subordinarlo al “eje social”, como si dicho eje pudiese colocarse en
la reflexión por delante del eje nacional, algo que los estudios sobre el
nacionalismo rechazan: guste más, guste menos, nuestras
democracias funcionan en un horizonte o marco que se encuentra profundamente impactado
por los procesos de construcción y consolidación nacional, marco en el que se
sitúa la acción política. También la de las izquierdas.
De hecho, como lo recuerda Carlos Taibo, el
internacionalismo, o el reivindicado (pero sin rastro todavía de él) “no
nacionalismo” de las izquierdas, tan atento siempre al eje social, encuentra
algunos problemas de coherencia que tanto su praxis como su teoría no han sido
capaces de sortear. Y es que si lo que nos preocupa es la solidaridad y la
igualdad entre los pueblos, lo coherente sería defender que la solidaridad de
las comunidades autónomas más ricas se dirigiera al Tercer mundo, que lo
necesita mucho más que las comunidades autónomas menos prósperas, como bien
dice Taibo. “¿No sería éste el planteamiento menos nacionalista posible?”,
añade. Lo sería, sin duda, pero nadie desde la izquierda defiende, por razones
que parecen lógicas en el contexto que es el de nuestras democracias, tal
extensión de la solidaridad. Esta, como las políticas sociales, se piensa y se
implementa en un marco que, guste más, guste menos, sigue siendo nacional (nacionalista)
en el siglo XXI.
Como lo señalan los estudios
especializados, pasar por alto este orden lógico de las cosas en nuestras
democracias es una nota característica de aquello que Michael
Billig llamó “nacionalismo trivial”. Se piensa haciendo abstracción del
marco nacional en y desde el que se piensa, como si éste no tuviera el enorme
impacto que los estudios sobre el nacionalismo dicen que los procesos de construcción
y consolidación nacional han tenido sobre la manera en que los ciudadanos ven y
piensan el mundo que les rodea. Si el mismísimo Rawls cayó, en su Teoría de la
Justicia, en este tipo de razonamiento ciego o inconsciente ante su propio
nacionalismo, como ha explicado Ramón Máiz, entre
otros, puede parecer normal que un pensador de mucha menor enjundia, como Garzón,
sea también incapaz de reconocerse como un nacionalista español y, por ello, de
proponer una reflexión mínimamente consciente de todo el substrato nacional
adquirido desde la más tierna infancia y que “sin querer” arrastra su reflexión
sobre estas cosas que nos ocupan.
Permítaseme no realizar un
comentario pormenorizado del texto de Garzón. Una disección de su artículo me
temo sería, por la cantidad de los errores de bulto que la lectura atenta
revela, demasiado fastidiosa tanto para mí como para el lector. La reflexión de
Garzón desde el párrafo tercero hasta el final es una acumulación de ideas
personales escasamente contrastadas con los estudios especializados en el tema
del nacionalismo, del federalismo, la autodeterminación, etc. Un solo ejemplo,
quizás el más importante y revelador.
En su argumento tercero, habla
Garzón del concepto de nación y llega, en un movimiento de ideas de lo más
desordenado, a la conclusión de que “la autodeterminación no es un fin en sí
mismo”. Pudiera pensarse que el autor no entiende la autodeterminación como un
fin pero sí como el medio que tienen los pueblos para obtener una libertad política,
que sí puede ser considerada como un fin en sí mismo, pero como el texto de
Garzón no parece apuntar en esa dirección, no vale quizás la pena perder tiempo
en disquisiciones sobre fines y medios. Lo que Garzón parece indicar –por lo
que dice luego- es que la independencia no es un fin en sí para una nación.
Esto puede aceptarse, pero siempre que se acepte lo siguiente: el principio de
autodeterminación de los pueblos, o el derecho de autodeterminación, si se
prefiere, sí es un fin en sí mismo, pues solo de este modo puede cada pueblo
determinarse y organizarse libremente (lo moralmente correcto o aceptable no es
la determinación sometida a control o validación de otro pueblo o nación),
movimiento que puede llevar a la independencia o a integrarse en un Estado, del
tipo que sea, junto con otras naciones. La independencia no es quizás un fin en
sí mismo, pero el principio de autodeterminación sí. Mas la conclusión tan
renuente de Garzón sobre el derecho de autodeterminación no puede más que
sorprender después de haber explicado que su posición sobre las naciones es la
de los constructivistas. ¡Enhorabuena! ¿Qué nos dicen las teorías
constructivistas? Que las naciones son, en efecto, construcciones sociales,
ficciones creadas por los nacionalismos para asegurar cosas tan necesarias y
básicas como la estabilidad, la solidaridad, la obediencia debida a las leyes y
a los gobernantes, etc. Pues bien, si las naciones se construyen y no son algo
dado por la naturaleza o los dioses, como decía un Cánovas del Castillo
furibundo contra Renan, entonces una nación como la catalana, pongamos por
caso, puede perfectamente construirse y pretender, llegado un momento,
autodeterminarse, sin que este movimiento contradiga lo más mínimo lo que
sabemos de las naciones y sus procesos de formación y consolidación. Bien –se podrá
objetar- pero una cosa es la realidad tal como se observa y otra que esa
realidad sea deseable o merecedora de aprobación moral. Se podría, en efecto,
pensar que el movimiento catalán hacia la independencia es algo muy visto en la
historia de los dos últimos siglos sin necesidad de ver en él algo moralmente
valioso y digno de ser apoyado y de tener recorrido. Es cierto. Pero no es
menos cierto que, si hacemos uso, como se debe, de las teorías constructivistas
de la nación llegamos sin dificultad a una conclusión que curiosamente entronca
con el principio o derecho de autodeterminación, y es que cada nación o pueblo
se construye y determina, ha de construirse y determinarse, de manera libre y
autónoma, sin hacer caso de lo que otros pueblos o naciones piensen de ese
proceso suyo de construcción nacional y de autodeterminación. De otro modo, no
se respeta el principio de autodeterminación. Por añadidura, si los procesos de
formación nacional muestran actos de violencia pasados que hoy nadie –quiero pensar-
celebraría públicamente, sin que la legitimidad y la “moralidad” de las naciones así formadas sea muy
discutida, con mayor razón habremos de ver legitimidad y moralidad en procesos
de autodeterminación nacional en los que no se plantea el uso de la violencia
sino el voto libre de los ciudadanos concernidos en el territorio en cuestión.
Garzón parece que no lo ve así,
o no del todo. Y no lo ve así porque, en el fondo, como buen miembro y
representante político de la nación de su nacionalismo, la española, barre para
casa y piensa el problema catalán desde un enfoque bien español, desde el cual,
una vez ya resuelta la cuestión nacional (la nación de Garzón tiene ya Estado)
se puede pensar en las políticas sociales con las que amueblar la casa nacional
común. El problema catalán no puede ser una oportunidad para él y los suyos. Es
un estorbo y una molestia.
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