sábado, 20 de diciembre de 2014

Chiste federalista, o federalismo de chiste. Lo que prefieran


Llevo ya mucho escrito sobre el tema: la etiqueta federal es tan confusa, sabemos tan poco y tan mal lo que el federalismo implica, que cualquiera puede llegar y hacerla suya. Y claro, pasa lo que tiene que pasar: que al honesto pero desinformado ciudadano le puede dar el timo de la estampilla el primer espabilado... Fíjese que usted va por la calle y le para un policía -alto ahí, policía- y puede ver su coche oficial y su insignia, vamos, que hay muy pocas probabilidades de que el policía no sea realmente un policía. Y mejor así, no en vano nuestras sociedades funcionan valorando esa seguridad que ofrece el saber que el policía que lo detiene a uno es un policía, y no un desalmado disfrazado.

Pues bien, si usted se cruza con un federalista, prepárese a escuchar de todo. Le dirá que el federalismo es la democracia de proximidad, y acto seguido que hay que luchar por la unificación federal europea. Y no le vaya usted a decir que eso es a lo mejor un poco contradictorio, porque si no le dirá que el federalismo son los derechos humanos y las libertades individuales, y que en un sistema federal todo se hace por medio de pactos, es decir, por voluntad propia de cada ciudadano, y que esos pactos son la base de la unidad en la diversidad, de la convivencia y de la solidaridad de los pueblos. Y pobre de usted si le dice que no es lo mismo un pacto entre pueblos que un pacto entre ciudadanos, porque entonces le hablará de la armonía entre lo individual y lo colectivo, entre lo particular y lo universal, y no se extrañe de que le acabe hablando de la ética comunicacional, de la justicia universal o incluso del demos europeo (¿el qué?). Y claro, se quedará usted en el peor de los casos con cara de tonto, pensando que qué error fue -y mira que no se lo dijeron sus padres- haber abandonado tan pronto sus estudios (no como el federalista con quien habla) y se hará usted también federalista, que eso de los derechos humanos y los pactos entre lo comunicacional y lo particular de la democracia mola cantidad. Y será usted, con perdón, un tonto federalista. En el mejor (¿mejor?) de los casos, si usted es una persona desinformada como tantas, pero desconfiada ante lo que usted no entiende (quédese usted tranquilo: la culpa no es suya), se acabará usted haciendo anti-federalista y yendo probablemente hacia discursos políticos que usted pueda entender sin que tenga la impresión (y digo "la impresión") de que le están tomando el pelo. Y será usted probablemente un nacionalista como tantos otros.

Este es el chiste del tonto federalista y del nacionalista. Aunque, para ser sincero, no sé si es más bien un chiste federalista o un federalismo de chiste. Lo que prefieran.



sábado, 13 de diciembre de 2014

No, España no es un Estado federal

El texto que se reproduce a continuación se publicó el 10 de diciembre de 2014 en El Diario (Agenda Pública): 
 http://www.eldiario.es/agendapublica/reforma-constitucional/Espana-federal_0_333517622.html



No, España no es un Estado federal 

 

Si nos atenemos a los criterios federales identificados por los expertos no podemos decir que España sea un Estado federal.


La tesis que hace del Estado español un sistema federal entre muchos otros es, en mi opinión, un lugar común demasiado extendido en la literatura especializada. Es más, se trata de una tesis realmente desconcertante pues lo apuesta todo por un enfoque empírico-comparatista (comparar el sistema español con los sistemas federales conocidos) que, aplicado con rigor, prueba lo contrario de lo que afirma.

En lo que sigue trato de mostrar que dicha tesis carece de base empírico-positiva, razón por la cual las dudas que pesan sobre su carácter ideológico, es decir no científico, pueden parecer fundadas.

Los expertos en federalismo han podido identificar un grupo de características que tiene o debe tener todo sistema federal bien pensado. Entre ellas, las más comúnmente citadas son:
  1. Una Constitución rígida, norma suprema común, con previsiones explícitas y, en la medida de lo posible, claras en cuanto al reparto de competencias (idealmente exclusivas) entre el nivel federal y el nivel federado.
  2. Existencia de constituciones en los territorios federados, expresión y garantía de su autonomía política, por cuanto se aprueban y reforman sin intervención del nivel federal.
  3. Doble nivel de poder público, o separación vertical de poderes. Los Estados federados tienen un poder ejecutivo, legislativo, e idealmente judicial, propios.
  4. Autonomía financiera del nivel federado (o haciendas separadas), soporte y garantía de sus políticas públicas.
  5. Existencia de un Senado federal que represente los intereses de los territorios federados, al lado de la Cámara baja de representación de la ciudadanía federal, y garantice también su participación en el gobierno compartido de la federación.
  6. Existencia de un órgano jurisdiccional (Tribunal Supremo o Tribunal Constitucional) árbitro imparcial de los conflictos entre nivel federal y nivel federado. Para garantizar la imparcialidad de este órgano es importante la participación de las unidades federadas en el proceso de selección y nombramiento de los magistrados que lo forman.
  7. Participación de los Estados federados a la reforma constitucional, garantía de que la Constitución federal no se reformará sin contar con su voluntad.
¿Cuántos de estos criterios reúne el Estado español? Si se responde a la pregunta con cierta benevolencia, se podría decir que el primero y el tercero. Se podría añadir con todo, y sería así una respuesta más completa, que la Constitución española no establece (punto 1) un reparto de competencias favorable a las CCAA (como hace la cláusula residual en EEUU por ejemplo: todas las competencias no atribuidas explícitamente al nivel federal son competencia del nivel federado), ni reglas repartidoras claras que protejan las competencias de las CCAA frente a las posibles y de hecho frecuentes invasiones de la autoridad central, como tampoco prevé (punto 3) una separación vertical completa de los poderes, pues no hay en las CCAA un poder judicial propio, como sí lo hay para el Estado central. En ambos casos se observa la existencia de previsiones asimétricas, claramente favorables al nivel central, lo cual en absoluto se justifica desde un enfoque objetivo del problema. Es decir, no necesariamente tiene por qué favorecer el reparto de competencias o la distribución vertical de poderes al Estado central o federal, como con meridiana claridad lo muestra el modelo canónico de los EEUU. Pero dejando de lado este debate, por interesante que sea (en mi opinión lo es), lo que aquí me importa es subrayar que de los 7 criterios citados, España cumpliría, de manera imperfecta o muy discutible, solo 2. Veamos:   
  1. Las Comunidades Autónomas no tienen Constituciones. Los Estatutos Autonómicos necesitan el concurso del Estado central para su aprobación y reforma, lo que implica un control político inimaginable en un sistema federal bien ordenado.
  2. No hay un Senado que represente a las Comunidades Autónomas (el Senado español es un Congreso bis) y que garantice la participación y el peso de éstas en el proceso legislativo, en el de selección y nombramiento de los más altos magistrados del Estado (Consejo General del Poder Judicial, Tribunal Constitucional), o aún en el proceso de reforma constitucional.
  3. No hay tampoco autonomía financiera, exceptuando quizás los casos excepcionales del País Vasco y Navarra.
  4. No hay tampoco, como ya se ha dicho, participación de las Comunidades Autónomas en la reforma constitucional, siendo así que el sistema español podría recentralizarse contra la voluntad de estas (o de algunas) si los dos partidos mayoritarios actualmente se pusieran de acuerdo a tal efecto.
  5. Tampoco participan realmente las Comunidades Autónomas en el procedimiento de selección y nombramiento de los magistrados del Tribunal Constitucional, pudiendo ser así percibido este órgano del Estado como juez y parte en los conflictos que pueden enfrentar a las CCAA con el Estado central. La actuación reciente del TC entrando a conocer de actos y declaraciones que no tenían ni valor ni efectos jurídicos (la declaración de soberanía del Parlament, la consulta alternativa del 9N) ha mostrado sin duda la versión menos sutil y refinada de la intervención de la justicia constitucional en defensa de los intereses políticos del Estado cuando no se garantiza lo suficientemente bien su imparcialidad.
Habrá quizás quien objete que muy pocos son los Estados federales que reúnen todos esos criterios, o al menos una gran parte. Y puede que lleve razón. Mas eso no mejorará desde luego la posición del Estado español cuando se mide a los criterios seleccionados por los expertos. Como mucho, cabría preguntar por la pertinencia de dichos criterios para dar cuenta de lo que es realmente un sistema federal. No creo que ese camino lleve muy lejos, pero quien discuta la pertinencia de los criterios propuestos por los expertos ha de argumentar su posición. Y posiblemente no sea muy fácil. A falta de tal demostración, lo único que podemos afirmar con seguridad hoy, en el estado actual de nuestro conocimiento sobre las federaciones presentes y pasadas, es que España está muy lejos del modelo federal. Incluso el parecido no deja de ser lejano. Lógico por otro lado, pues no es lo que se quería construir en 1978.

En conclusión, lo único que podemos afirmar como estudiosos del tema, y celosos de la objetividad que caracteriza el discurso científico, es que el cotejo de España con los criterios federales que los expertos han identificado no permite decir que el Estado español es federal. A partir de ahí, se puede afirmar también, y con el mismo grado de certeza, que el margen que tiene España para avanzar hacia el modelo federal es mucho más que grande. Si esto es así, para convertir a España en una federación haría falta algo más que una reforma parcial de la Constitución. Haría falta una reforma casi total del modelo de Estado. Cuestión diferente es que los actores políticos acepten tomar ese camino, o que ese camino les resulte apetecible. El discurso científico en eso calla, pero podemos pensar que ofrece ya un buen punto de partida para un debate público bien informado y sin trampas.



miércoles, 10 de diciembre de 2014

¿Cultura o estructura federal? ¿Qué es primero?



Sorprende ver que reputados juristas apelen, como solución al problema territorial español, a la cultura federal, elemento que dicen precisamente ausente en lo que entienden es ya una “estructura federal”. La de nuestro Estado de las Autonomías.

Pero ¿es posible cultura federal sin estructura federal? O de otro modo, ¿la ausencia de cultura federal no nos está diciendo que tampoco hay estructura federal?

En su acepción más general, cultura es el conjunto de prácticas, hábitos, creencias y valores de una sociedad, consolidados con el paso del tiempo, el marco u horizonte de significado en el que se desenvuelven nuestras vidas, el que nos da las herramientas con las que leemos y tratamos de entender el mundo que nos rodea. Sus manifestaciones o expresiones son muy variadas. Por solo dar un ejemplo, muy de actualidad, la dimisión para un político o ejecutivo que haya infringido alguna norma (jurídica o moral) parece obligatoria (y así lo entienden directamente los implicados) en países de cultura política anglosajona, mientras que la misma falta en países latinos, como el nuestro, no desemboca necesariamente en dimisión ni excusas públicas. Cuestión de cultura democrática, sin duda.

La cultura no es algo por consiguiente que pueda caer del cielo o que uno pueda adquirir en algún supermercado. Es muy difícil separarse de aquello que culturalmente nos define, y del mismo modo es muy difícil adquirir nuevos hábitos que modifiquen nuestra cultura. Más que difícil diría que es un proceso largo. Muchos dicen de hecho, y seguramente con razón, que algunos de los problemas más agudos de la sociedad española vienen precisamente de esos largos 40 años de dictadura que conformaron la cultura dominante del país, durante esos 40 años, y muchos de los que luego les siguieron. Porque, repito, cambiar estructuras (jurídicas, económicas, etc.) puede ser relativamente fácil, hasta hacerse de la noche a la mañana. Cambiar la cultura (maneras, hábitos) de quienes van a gobernar dichas estructuras de poder ya es otro cantar.

Sorprende por ello sobremanera ver la insistencia con la que en España se apela a una cultura federal como una de las soluciones posibles para resolver el problema político territorial español. Para quienes así razonan, la estructura federal ya existiría más o menos, y de ahí que apelen a la cultura federal. Sería algo así como decir: “venga, no seamos cabezotas, que ya tenemos unas buenas reglas del juego; juguemos pues con fair play”. Y claro, del fair play ni rastro. ¿Por qué?

Pienso que habrá que hacerse la pregunta algún día. ¿No es más razonable pensar que si no hay cultura federal –sólidamente implantada en el transcurrir de los más de 30 años del actual sistema democrático- es quizás porque tampoco hay estructura federal? O dicho de otra manera, ¿no es más lógico pensar que la cultura federal necesita previamente una estructura federal en la que poder desenvolverse y consolidarse? Creo que tenemos que desengañarnos, esto no es el cuento del huevo o la gallina. Sin estructura federal es imposible que en España haya un terreno fértil para la cultura federal. No en vano así funcionamos en muchos otros temas: insistir en la forma es lo que –creo- ha de permitir cambiar las cosas (nuestros hábitos) en cuanto al fondo. Y así se hace de hecho con problemas como la discriminación sexual o racial, implantando por ejemplo un sistema de paridad y cuotas para luchar contra nuestra cultura patriarcal y el racismo. ¿Por qué? Porque sabemos que si dejamos que el problema se resuelva gracias a nuestros hábitos adquiridos, seguiremos en el mismo punto durante mucho tiempo. Sabemos, en definitiva, que solo esas imposiciones formales pueden –ciertamente con dificultad- cambiar poco a poco el estado de las cosas. 

Eso nos lleva a dos conclusiones. Más bien a una conclusión y a una reflexión de fondo.

La conclusión: el federalismo solo es posible en España si se acepta una reforma muy sustancial de la Constitución. Solo a partir de reglas claras e inequívocamente federales podrá decírseles a los actores políticos: jueguen ustedes ahora al juego del federalismo con fair play y creen así una cultura federal. Y tendrán todos, de la noche a la mañana, que aprender a jugar al juego del federalismo, como años atrás tuvieron nuestros políticos que aprender a jugar a un juego que desconocían por completo: el de la Democracia.

La reflexión (necesariamente pesimista): si no hay cultura federal sin estructura federal, y si la cultura federal brilla por su ausencia en nuestro país, cabe preguntarse si nuestra clase política puede tener algún interés en adoptar estructuras de poder que no son aquellas que tienen su preferencia. Obviamente no, por lo menos no por placer o especial apego a la fórmula federal. Pues bien, ahí es donde juegan y han jugado, creo, un papel determinante Cataluña y el País Vasco. Seamos francos: España nunca habría tenido la descentralización que tiene sin la presión del nacionalismo catalán y vasco. La descentralización española no se ha llevado a cabo por el amor de las élites españolas por la autonomía territorial. El modelo a imitar en España siempre ha sido Francia, no los EEUU. ¿Es posible entonces que esa presión –más visible que nunca hoy- permita a la clase política española relegar su opción preferente (dejar todo como está) para tratar de que el nacionalismo catalán y vasco también deseche su opción más deseada (la independencia)? ¿Es posible que de esa renuncia común al ideal propio pueda surgir una estructura federal capaz de promover una cultura no de nation-building (construcción nacional o de cultura nacional) sino de federalism-building (construcción de una cultura federal)? Podemos pensar que si ha sido posible llegar hasta donde se ha llegado, quizás se pueda, y valga la pena, hacer un esfuerzo para llegar juntos un poco más lejos. Posible, aunque altamente improbable si atendemos a la cultura política dominante (no federal) en España.   

Es posible, pero para ello sería necesario entender previamente que las élites españolas carecen de la cultura federal capaz de llevar al grupo mayoritario a tender la mano y negociar con los grupos minoritarios en igualdad de condiciones. Y habría también que entender que nada hay de extraño en esa actitud del grupo dominante. Ahora bien, eso nos lleva a tener que entender también las bases de una relación federal honesta abandonando el angelismo y el idealismo (que engaña, aunque sea un angelismo o un idealismo bienintencionado) que rodea el discurso de muchos "federalistas" (aquel que pretende que gente que ni quiere el federalismo ni tiene interés por hacer lo que parece obvio que corresponde hacer para crear un sistema federal como Dios manda podrá conducirnos a un sistema federal), y a entender que en la fase inicial de los pactos federales históricos más celebrados (EEUU, Suiza) no encontramos una iniciativa movida principalmente por la “fraternidad”, la “solidaridad”, “la igualdad” (el discurso bobalicón o idealista), o el deseo de formar una “gran nación poderosa”, sino todo lo contrario: encontramos un egoísmo, o “particularismo” (Beaud), que es el que mueve a unirse a esas sociedades diferentes en una sociedad más grande (la “sociedad de sociedades” de Montesquieu) por medio de un pacto político (el pacto federativo: Proudhon) en el que las partes se reservan las parcelas de independencia que juzguen oportuno reservarse. El federalismo necesita ese momento previo que no está caracterizado, lo repito, por la fraternidad, la lealtad o la solidaridad de los pueblos que deciden federarse sino por los egoísmos particularistas o estatales, que son los que en definitiva renuncian a su ideal supremo (por razones que podemos entender muy válidas) de independencia para entrar en una relación federal de interdependencia en la que todos ganan y todos pierden algo.

¿Tenemos de lo primero (cultura federal de la sociedad dominante, que tiende la mano a las sociedades minoritarias para negociar un pacto federal)? Claramente no. ¿Tenemos de lo segundo (particularismos o egoísmos, nacionalismos o sociedades distintas, o como se le prefiera llamar)? Claramente sí. A buen entendedor pues…

Concluyo. No es relación federal aquella en la que solo una de las partes nunca pierde nada. No es relación federal aquella en la que uno manda y los territorios obedecen. Eso no es cultura federal. Y precisamente eso es lo que podría corregirse mediante una estructura federal que dé sentido a aquello que define la cultura federal una vez institucionalizada y asentada: unión, lealtad, confianza, solidaridad y fraternidad en la independencia de las partes. Conceptos todos que no tienen sentido (o por lo menos no el mismo) en una estructura no federal como la nuestra. Y es que no es honesto pedir lealtad o confianza cuando no existen las condiciones para esa lealtad o esa confianza. Sería como pedirle a la mujer maltratada (con perdón) que siga confiando y queriendo al salvaje de su marido. Pues eso.

Estructura pues, solo después cultura.