viernes, 30 de diciembre de 2016

El pluralismo nacional en serio

Este artículo se publicó el 28 de diciembre de 2016 en CTXT


     La palabra “plurinacionalidad” se ha visto pasar con cierta frecuencia en los debates y discursos políticos estos últimos años. También en los medios de comunicación. Podemos la usa y defiende. El PSC, con su apuesta federal, igualmente. De manera general, los ciudadanos, en unos territorios más que en otros, parecen admitir que en España algo hay de eso. Los intelectuales progresistas ya no digamos. Desde posiciones quizás más moderadas la expresión puede adoptar aún otro matiz (“nación de naciones”, las “nacionalidades” del artículo 2 de la Constitución), más cultural probablemente. Permítanme compartir con ustedes la impresión de un estudioso de esta cuestión: no se está hablando en serio de pluralismo nacional.      

Tomarse el pluralismo nacional en serio no implica adoptar una posición ideológica (favorable las más de las veces) ante él. Tampoco “ponerse serio” (posición seguramente desfavorable). Lo único que ha de suponer es un esfuerzo en aras de entender si y cuándo una sociedad organizada de manera clásica (en forma de Estado) tiene o no este problema que es el pluralismo nacional. Y ha de entenderse como un problema desde el momento en que su existencia produce ciertas perturbaciones o disfunciones en el orden jurídico-político establecido, como ocurre en España, dando pie asimismo a que de él se hagan cargo los medios de comunicación, los partidos políticos, etc.

Tendríamos aquí en realidad dos preguntas diferentes: una sobre la existencia del pluralismo nacional en nuestras democracias nacionales; la otra, una vez constatada su existencia (si se constata), sobre el trato que ha de recibir: ¿qué hacer con él? No entraré en la segunda cuestión. Me interesa más la primera, en parte porque en vano se reflexionará sobre la segunda sin haber antes resuelto adecuadamente el primer problema, de diagnóstico: ¿Hay pluralismo nacional en España? ¿Cómo debemos entenderlo? Trataré de responder a estas dos preguntas.

La ausencia del pluralismo nacional como objeto de preocupación y de reflexión en sociedades como la francesa, la alemana o la estadounidense puede entenderse ya como un indicador claro de que no hay en ellas pluralismo nacional. Hay, sí, una gran diversidad cultural (sub-cultural, de perspectiva y comunal, por decirlo con B. Parekh), pero dicha diversidad no cuestiona de ninguna manera el marco nacional común de convivencia. Lo que busca más bien es modificar en él aspectos problemáticos, como sería el caso, entre los ejemplos que propone Parekh, de los ecologistas que luchan contra “el prejuicio antropocéntrico y tecnocrático”, o el feminismo, que hace lo propio contra el prejuicio patriarcal. Ocurre lo mismo con la diversidad étnica o religiosa producto de los importantes movimientos migratorios. Las reivindicaciones de las minorías étnicas o religiosas no cuestionan el marco de convivencia nacional en el que viven sino que buscan hacerlo más hospitalario y abierto a sus propios valores y creencias. Ejemplos de esto, entre muchos otros, serían las demandas especiales relativas al código vestimentario en la función pública (el pañuelo para las mujeres musulmanas, por ejemplo) o al menú en los comedores escolares.  

Tampoco la existencia de diversas nacionalidades (individuales), como en ocasiones parece indicarse, hace que una sociedad sea plurinacional. El hecho de que yo sea español y resida en Francia no hace que la sociedad en la que vivo sea plurinacional. Sus ciudadanos y residentes pueden tener –y de hecho tienen– diferentes nacionalidades sin que esto suponga el más mínimo problema para la comunidad política nacional en la que viven. La multiplicidad de nacionalidades no es pues un problema.

Este tipo de diversidad de la que hablo, generada principalmente por la inmigración, no ha de confundirse con el pluralismo nacional, y de hecho los estudiosos tendemos a diferenciarlas. La primera puede enmarcarse en aquello que Kymlicka llama “polietnicidad”, de la que resultan de hecho demandas de reconocimiento y problemas que poco o nada tienen que ver con los que produce el segundo. A diferencia de la polietnicidad, el pluralismo nacional no sólo cuestiona el marco general de la comunidad política nacional, en el sentido de buscar pluralizarla nacionalmente, sino que puede llegar incluso a cuestionarla como marco legítimo para la convivencia democrática, y a proponer otro marco nacional en sustitución. Problema, éste, que lleva arrastrando España desde hace algún tiempo.

No parece pues dudoso que España tenga pluralismo nacional en el sentido indicado. Ahora bien, para entender esto cabalmente importa dar un paso más e identificar bien los elementos del problema (ya se ha indicado que el pluralismo nacional se percibe como un problema en nuestras democracias mononacionales) a fin de evitar confusiones que dificulten o impidan su resolución en la práctica, si tal es lo que se desea. Puede en efecto observarse con cierta frecuencia cómo se proponen soluciones inadaptadas al problema desde posiciones que dicen ser o parecen favorables a una forma de acomodación del pluralismo nacional. Pasa esto, por ejemplo, con ciertas propuestas de reforma federal de la Constitución (Granada) en las que, con todo, cuesta ver cuáles son las diferentes “naciones” (mejor: nacionalismos) en ese contexto de pluralismo conflictivo. Y esto es muy sorprendente, ya que si se toma el pluralismo nacional en serio, debiera ser muy fácil identificar las partes problemáticas de una eventual ecuación reformista. Veamos.

Creo que puede afrontarse esta cuestión de al menos dos maneras diferentes. Como se verá, las dos llevan a la misma conclusión.

La primera de ellas, más pragmática, consiste en tratar de identificar los elementos conflictivos del contexto político examinado. Podría así preguntarse: ¿Es Galicia, o Andalucía, o Valencia, la que genera el problema de pluralismo nacional en el contexto español? Dicho de otra manera: ¿plantea alguna de esas CCAA un problema nacional? La respuesta es no. No ha habido ni hay en Galicia, Andalucía o Valencia un movimiento político nacionalista suficientemente fuerte que cuestione el carácter monista en lo nacional del Estado español y su reparto del poder. Algunas voces lo hacen sin duda en dichos territorios, mas se trata de voces tan marginales que, en realidad, dicho cuestionamiento no llega a ser un problema para el marco nacional de convivencia. ¿Cuáles son los elementos problemáticos en el contexto español? Con claridad se ve que son el País Vasco y Cataluña desde hace ya mucho tiempo. Trate el lector de imaginar una España sin el País Vasco y Cataluña y verá que los quebraderos de cabeza nacionales no tendrían ya razón de ser.

La segunda manera de ver esto es más teórica y trata de aplicar al caso español las conclusiones del trabajo llevado a cabo por los estudiosos del nacionalismo. Resumiendo mucho (véase por ejemplo Dioses útiles de Alvarez Junco), la literatura académica especializada nos enseña que en vano trataremos de contar “naciones” si lo que queremos es ver las partes en conflicto en ese contexto de pluralismo nacional, principalmente porque las naciones no son realidades empíricas fácil y pacíficamente reconocibles u objetivables (como un árbol), sino realidades imaginadas (B. Anderson), como los dioses (A. Junco). Para que una nación exista es preciso que se crea en ella, y para eso están los nacionalismos. El árbol esto no lo necesita.

Ahora bien, si es cierto que basta con que un puñado de personas esté de acuerdo en decir que la nación X (pongamos la andaluza) existe para que exista (para ellos), esto no es suficiente a la hora de considerarla comunidad nacional parte en el contexto democrático en el que preguntamos por las naciones del pluralismo nacional constatado. Y es que también sabemos que si las naciones pueden existir sólo para un puñado de personas, esas pocas personas que creen en su nación no tienen democráticamente peso suficiente para imponerles al resto de sus conciudadanos su creencia. Cosa diferente ocurre cuando una mayoría de ciudadanos territorialmente concentrada piensa lo mismo y lo expresa políticamente de manera constante y dilatada en el tiempo: aquí esta mayoría tiene la legitimidad democrática para pretender imponer “su nación” al resto de conciudadanos en su territorio que le faltaba a aquélla. Es lo que diferencia con claridad a Andalucía o a Galicia del País Vasco o Cataluña: en los primeros domina la creencia en la nación española, no así en los segundos.

Pues bien, tratemos de hacer cuentas a modo de conclusión. ¿Cuáles son los territorios en los que encontramos en España nacionalismos mayoritarios (naciones con mayoría de “creyentes”)? Claramente se aprecia una mayoría nacionalista en el País Vasco y en Cataluña, en donde el nacionalismo vasco y catalán ha gobernado prácticamente sin interrupción desde las primeras elecciones de la democracia. En el resto de territorios de España, lo que se observa es que el nacionalismo español domina sin apenas resistencia. No parece pues que haya muchas vueltas que darle. El pluralismo nacional es cosa de nacionalismos, no de naciones, y en España son tres: el español, el vasco y el catalán.    



jueves, 29 de diciembre de 2016

El referéndum y sus adversarios catalanes. ¿Qué fue de la autonomía?

Esta es la versión en castellano del texto que amablemente me publicaron ayer en Vilaweb. La traducción en catalán puede leerse pinchando en este enlace 
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Aceptando el riesgo que conllevan las predicciones, es posible ya adelantar que o bien no habrá referéndum en 2017 (o en 2018) o bien éste no servirá para lo que se supone que ha de servir: resolver de una vez el conflicto que opone en Cataluña a los soberanistas y a los unionistas a fin y efecto de decidir el futuro político de los catalanes. Para que fuese así, tendría ese referéndum que contar con un apoyo amplio de los partidos políticos catalanes y de la sociedad civil. Y esto es lo que falla, sobre todo por parte de los partidos políticos que rechazan la organización de un referéndum unilateral (CSQEP/Comunes, PSC, C’s, PP). Subrayemos el “sobre todo” pues es hasta probable que la sociedad civil tenga ante el problema una posición más pragmática, esto es, más preocupada por que el problema pueda resolverse a corto plazo. Y si el referéndum unilateral puede hacerlo -podrían quizás preguntarse muy mayoritariamente los catalanes-, ¿por qué no, a fin de cuentas? Por eso importa poner el foco en los partidos políticos catalanes que obstaculizan esta vía de solución al problema.

Debe quedar claro algo que ha hecho ya correr demasiada tinta. Es cierto: lo más probable es que el Estado español no acepte a corto o medio plazo negociar un referéndum de independencia como el escocés, y, de este modo, como tampoco aceptará interpretar las normas jurídicas de las que ya dispone el ordenamiento jurídico español para llevar a cabo la mencionada consulta, el referéndum será ilegal. Pues bien, habría que preguntar: ¿Y? Es cierto, el referéndum sería ilegal, pero, ¿alguien piensa realmente que un referéndum de independencia apoyado por todos, o casi todos, los partidos políticos catalanes, y con una amplia participación, podría ser parado o ignorado por el Gobierno español? ¿En serio? Yo creo que no. Es más, creo que el Estado español lo primero que haría sería sacar del armario a su mejor negociador para poder realizarlo de manera pactada y poder así meter baza en esa consulta. Por lo demás, una intervención por la fuerza, en contra de la voluntad expresada por todos o casi todos los partidos políticos catalanes (si se diese el caso), sería un desastre, una vergüenza para el Estado español. Es por ello una opción que parece descartable.

Si se entiende esto, lo que de ello se desprende es que, en contra de lo que se ha venido diciendo y pensando estos últimos años, la llave del conflicto en estos momentos no la tiene el Estado español (por supuesto que la tiene, si la quisiera usar), sino los políticos catalanes en su conjunto. Van ya 30 años largos de luchas constantes por profundizar la autonomía territorial de los catalanes, quejas en todos los ámbitos posibles e inimaginables, que lo que han hecho y hacen es denunciar (con mayor o menor razón, es lo de menos) los abusos del Gobierno español. No hay un solo partido político catalán con representación en el Parlament, ni uno solo, que no gesticule o se llene la boca con la defensa de la autonomía política: unos, financiación, otros, lengua catalana, otros, infraestructuras, etc. Y hete aquí que cuando surge la mayor crisis política que ha tenido Cataluña desde 1978, y el Estado español decide no hacer lo necesario para resolverla (pudiendo y teniendo medios para hacerlo), en vez de recurrir todos los partidos políticos a ese codiciado instrumento que es la autonomía política de la que disponen con el fin de resolver ese problema de manera autónoma, sin la tutela del Estado español, algunos de ellos prefieren mirar hacia la capital del Estado en busca de alguna señal que les sirva de guía en vez de resolverlo como adultos, esto es, de manera autónoma.

Se me dirá, que ese referéndum seguiría siendo ilegal, que no tendría entonces efectos jurídicos, etc. Pero esto es engañarse y querer engañar a la gente. Si no tiene efectos jurídicos, razón de más para que se pueda hacer y para que su prohibición por parte del Estado resulte desproporcionada e incluso absurda. Mas, preguntémonos algo: si realmente los partidos políticos catalanes aceptaran resolver de una vez por todas el problema (lo que a lo mejor ellos no desean, pero los ciudadanos probablemente sí) mediante un referéndum, ¿quién puede pensar que ese referéndum no tendría ningún efecto ni consecuencias? Los partidos políticos catalanes que niegan a los ciudadanos ese referéndum deberían reflexionar sobre el significado de la autonomía política y su compromiso con ella, sobre la necesidad de que los políticos aporten soluciones a los problemas, sobre todo cuando éstas están en sus manos. Es muy fácil acusar a un Gobierno catalán que legítimamente (porque democráticamente) arrastra a la sociedad catalana a ese choque de trenes que tanto invocan y nunca llega (¿puede haberlo? ¿son trenes del mismo tamaño?), y a un Gobierno español que legítimamente (porque democráticamente) arrastra a la sociedad española en su conjunto a un conflicto que no puede ser más que contraproducente, pero ¿por qué acusar a nadie cuando se tiene la solución en sus manos? ¿No sería más responsable y cívico dejar que fuesen los catalanes quienes expresasen de manera autónoma su voluntad respecto del futuro político de Cataluña, apoyando y reforzando un referéndum de independencia? Si los partidos políticos catalanes que rechazan el referéndum unilateral no lo entienden así, ¿con qué cara van a poder defender mañana la autonomía política de los catalanes si no han sido capaces de recurrir a su autonomía y consultarlos ante la peor crisis política de su historia en democracia? 


 

lunes, 12 de septiembre de 2016

El contexto del análisis no es inocente



Todo análisis o reflexión sobre un determinado tema se inscribe en un marco o contexto que se encuentra ya predeterminado por una serie de usos, convenciones, creencias, etc. Lo que distingue un buen análisis de otro que no lo es –creo– es la capacidad que tiene de combinar el buen conocimiento de su marco o contexto de referencia, que implica de alguna manera una forma de inmersión en él, con la distancia crítica y el desinterés que ha de tener respecto de él, lo que implica un segundo movimiento de extracción, digamos. Sin lo primero, el riesgo es proponer un análisis desinformado. Sin lo segundo, aun habiendo lo primero, el riesgo es caer en análisis de parte. Es sobre este segundo punto sobre el que me gustaría dejar una muy breve reflexión. Se trata (dando por hecho que los analistas son gente bien informada por lo general) del punto más crítico en los análisis que los académicos y observadores proponemos de la realidad que nos rodea.

Permítanme tomar como ilustración un debate que no conozco demasiado mal: el proceso independentista catalán. Tras cuatro años intensos en los que se ha intentado (en vano) por parte catalana organizar un referéndum de independencia pactado con el Estado español, se ha llegado, tras reiteradas negativas del Estado, a una situación en la que al independentismo catalán se le ha dejado la opción de la resignación (aceptar su derrota y volver al sistema autonómico, buscando las reformas deseadas por medio de las propias reglas de juego de dicho sistema) o la de la búsqueda revolucionaria de la independencia, esto es: la vía unilateral. 

Pues bien, parece como si la vía de la independencia unilateral tuviese en muchos análisis y comentarios que he podido ver pasar un defecto o vicio insubsanable que de hecho no se alcanza a ver bien en ellos. En el fondo, puede que dichos comentarios no alcancen a proponer otra cosa que no sea el mismo tipo de argumento que se critica cuando desde medios independentistas se vende –en ocasiones con cierta candidez, es cierto– un nuevo referéndum o las bondades de la independencia, es decir: argumentos políticos o de parte. 

Si la legitimidad no se mide bien con el metro de la legalidad (ha habido y hay leyes injustas), entonces hay que entender que la vía de la unilateralidad catalana, a la que ha empujado el Estado español (es importante tenerlo en cuenta), es tan legítima como la vía de la unilateralidad española. Por ese motivo los análisis o comentarios que insisten en la ilegitimidad de la vía unilateral catalana se colocan, consciente o inconscientemente, en una línea de defensa de la legalidad española. Faltándole legitimidad a la unilateralidad de ambos, lo que nos queda en el debate, una vez hecha la resta correspondiente, es una legalidad democrática (española) y un acto ilegal (catalán). Negando legitimidad a ambas unilateralidades (cuando tal se hace) no se sitúa el observador en una posición de imparcialidad, pues los actos que además de ilegales son ilegítimos son reprobables siempre. Sólo aquellos actos legítimos, aunque ilegales, merecen nuestra comprensión y (para los ciudadanos a veces) adhesión. Y si la independencia es un objetivo legítimo (no se ve razón para no verlo así) todo intento de llevar el debate al terreno de una legalidad que favorece única y exclusivamente a una de las partes del conflicto (porque son sus reglas) supone posicionarse como parte. Y es que el conocimiento del contexto lleva a decir que renunciar a la vía unilateral y tratar de reformar el sistema con sus reglas del juego es, en el fondo, dejar la situación como está, pues conocidos son tanto los obstáculos procedimentales como sobre todo la falta de voluntad política para una reforma constitucional. Criticar la unilateralidad catalana por su unilateralidad no es en realidad, aquí y ahora, defender una posición intermedia entre el statu quo y la independencia revolucionaria (una tercera vía de tipo federal, por ejemplo), sino defender el statu quo. 

Los contextos son perniciosos pues aprendemos a movernos en el mundo y a analizarlo con los recursos orientados y sesgados que de él recibimos sin darnos cuenta de esta operación que orienta nuestra manera de ver las cosas. En el ejemplo que hemos dado, son bastante conocidos los efectos del marco del llamado “nacionalismo banal” de nuestras sociedades nacionales sobre sus ciudadanos. Llévese el ejemplo rápidamente expuesto a otros ámbitos en los que minorías o colectivos que se entienden discriminados (mujeres, negros, homosexuales, minorías religiosas, etc.) han podido reivindicar o reivindican derechos que por justicia –entienden– les son debidos en contextos hostiles a sus pretensiones, y se verá sin dificultad –creo– que sólo desde el reconocimiento de la legitimidad de las reivindicaciones se han podido ir adaptando nuestras sociedades a las demandas y necesidades de las democracias liberales complejas. Sin legitimidad, ninguna demanda puede prosperar en contextos adversos. 

¿Es imparcial el observador que niega esa realidad asimétrica y sus legitimidades? ¿Es parcial el que las reconoce?


martes, 7 de junio de 2016

¿Sabemos algo sobre el referéndum o estamos condenados a opinar?

Texto escrito con Gennaro Ferraiuolo, publicado en Agenda Pública el 30 de mayo de 2016: http://agendapublica.es/sabemos-algo-sobre-el-referendum-o-estamos-condenados-a-opinar/

 
En los últimos años, muchas han sido las opiniones vertidas por los estudiosos sobre la posibilidad de celebrar un referéndum de independencia en Cataluña. Nos atreveríamos a decir que demasiadas en una cuestión sobre la que importaba quizás menos opinar y mucho más explicar y decir cosas ciertas. Tal es la función principal de la ciencia jurídica (describir y explicar el Derecho tal y como funciona), al menos si la entendemos como disciplina separada de su objeto de estudio. Y es que una cosa es el Derecho, los usos, prácticas y motivaciones de los actores jurídicos (políticos, abogados, jueces, etc.), y otra muy diferente la ciencia, con sus usos, prácticas y motivaciones propias, que se dedica al estudio del Derecho.
     
A explorar esta dualidad de perspectiva nos hemos dedicado precisamente, junto con otros/as compañeros/as, en un libro que se acaba de publicar (El encaje constitucional del derecho a decidir. Un enfoque polémico), analizando los diferentes discursos por medio de los que se ha argumentado, justificado y explicado en España el tema del referéndum catalán: el de la Pollítica, la Judicatura y la Academia Jurídica.

En el libro defendemos y tratamos de demostrar que el debate académico en torno a la viabilidad jurídica de un referéndum de independencia se ha visto dominado por una lógica más política e ideológica (la opinión) que científica, y que, por ello, el debate se ha llevado a cabo en detrimento de un conocimiento cierto del funcionamiento o de la realidad del Derecho, de lo que podríamos llamar la “verdad jurídica”. Se nos dirá: vale, pero ¿es ésta alcanzable? Convendría quizás empezar por ahí, pues no ignoramos el escepticismo (sano) existente en torno a la cuestión. Bien vana sería nuestra posición, en efecto, si lo que pretendemos alcanzable no lo fuese. ¿Es posible un discurso científico sobre el Derecho, el tipo de discurso capaz de enunciar proposiciones susceptibles de ser ciertas o falsas? Sabemos que sí, porque puede demostrarse.

Son muchas las cuestiones sobre las que podemos decir cosas ciertas en Derecho. Sabemos por ejemplo con certeza, pues la evidencia empírica abunda, que una ley puede ser recurrida ante el TC, y que sólo si alguno de los actores habilitados constitucionalmente la recurre (exceptuando los EEAA tras la recuperación del control previo el año pasado) puede la ley ser declarada inconstitucional. Sabemos, también como cosa cierta, que una ley es inferior a la Constitución en la jerarquía normativa, y que esta clasificación puede llevar en algún momento a anular todo o parte de una ley que se considera contraria a la Constitución. Sabemos que lo contrario no pasa, y lo sabemos no sólo como pieza que es de –digamos– una teoría general del Derecho, sino (más importante) porque tal es lo que comprobamos empíricamente: la ley contraria a la Constitución puede ser anulada (y lo es con frecuencia) por el TC, mientras que lo contrario no ocurre. De hecho, incluso cuando alguna norma infra-constitucional parece contradecir algún precepto constitucional, el sistema tiene mecanismos explicativos –lo sabemos– por medio de los cuales se consigue devolverla a la posición de subordinación que le corresponde, haciéndola así “compatible” con la Constitución. 

Llega a ocurrir incluso que la teoría no se vea corroborada por los hechos en la práctica. Puede ser el caso de la versión vulgarizada de la separación de poderes. Esta teoría viene a explicar, entre otras cosas, que quien crea la ley es el legislador, y que el juez se limitaría a aplicar la voluntad del legislador expresada en ella. Sabemos que esto no es del todo cierto, pues los jueces, sobre todo los de última instancia, interpretan los textos jurídicos aplicables a los casos concretos, dando a las normas jurídicas un significado que no tiene porqué corresponder al que el legislador quiso en su día (si este significado puede conocerse, que es otro problema, y no menor). Sabemos, pues, que los jueces son fuente creadora de Derecho, junto con el legislador.

Sabemos incluso que el TC tiene la potestad de atribuir efectos jurídicos a actos o textos que no tienen. Tal ha pasado con la Declaración de soberanía del Parlament de 2013 o, antes, con el Preámbulo del Estatut de 2006. En ambos casos, los estudiosos y juristas teníamos el convencimiento de que se trataba de textos sin valor jurídico y que, precisamente por ello, el TC no debía perder el tiempo entrando en su examen. Y, sin embargo, el TC, desdiciendo su propia jurisprudencia (STC 40/2003, ATC 135/2004) –lo que demuestra empíricamente que el TC puede cambiarla– les concedió efectos jurídicos (SSTC 31/2010 y 42/2014). Estos dos ejemplos prueban que esto puede pasar en Derecho. Ahora bien, lo que también es cierto es que la lectura del TC, diciendo que una declaración parlamentaria de impulso político tiene efectos jurídicos, le vale como argumento para censurarla, pero no sirve para dar efectos jurídicos a algo que, formalmente, no puede tenerlos.  

Sabemos esto y muchas cosas más. Son como son y podemos formular enunciados empíricamente verificables sobre ellas. En vano se opinará en contra. En cambio, se puede intentar probar que dichos enunciados son falsos.

¿Qué sabemos con certeza sobre un referéndum de independencia?

Sabemos de entrada que el TC ya se ha pronunciado en varias ocasiones sobre el tema. En 2008, sobre la consulta vasca (STC 103/2008), y en 2015, al examinar la consulta no referendaria catalana (STC 31/2015). El resultado lo conocemos: un referéndum consultivo es competencia exclusiva del Estado y los intentos de configurar instrumentos de consulta alternativos han sido hasta ahora declarados inconstitucionales por el TC. Ahora bien, no podemos pasar por alto al menos dos cosas importantes, que sabemos con idéntica certeza: 1) las decisiones del TC no limitan la capacidad del Gobierno y de su mayoría parlamentaria de autorizar un referéndum consultivo o delegar su competencia en la materia a una CA; 2) la posición del TC puede cambiar si se plantea de nuevo el caso en los próximos años (hemos visto que los giros jurisprudenciales son posibles y no poco frecuentes).

Si las decisiones políticas y judiciales tomadas sobre el referéndum hasta la fecha no impiden futuras decisiones diferentes, entonces importa retomar el análisis desde el principio.

¿El orden jurídico español prevé la posibilidad de organizar referéndums consultivos? Sí, así lo indica el artículo 92 de la Constitución.

¿Quién tiene competencia para organizarlas? Sabemos que el Estado español tiene la competencia exclusiva en la materia (arts. 92 y 149.1.32 CE) y que, de acuerdo con el artículo 150.2 CE, puede delegar a las CCAA aquellas competencias exclusivas “que por su propia naturaleza sean susceptibles de transferencia o delegación”. Ante la oscuridad de la expresión, cabe preguntarse si puede el Estado delegar su competencia en materia de referéndums consultivos o no. ¿Pueden el Gobierno español y su mayoría parlamentaria interpretar la expresión en sentido favorable a la delegación? Aquí convendría quizás antes preguntar por la singular naturaleza de un referéndum consultivo. ¿Qué es? Sabemos que es una consulta en la que los administrados expresan sus preferencias sobre lo que la administración les pregunta, sin que ésta tenga la obligación de hacer suya la opinión mayoritaria victoriosa en el referéndum, y sin que la consulta produzca, por sí misma, efectos jurídicos que vayan más allá de la aclaración de la opinión de los ciudadanos.

Un referéndum de ese tipo, ¿vulnera o altera de alguna manera el orden constitucional español? La pregunta puede importar porque podría considerarse que la transferencia o delegación de la competencia estatal sería “susceptible de transferencia o delegación” en caso de que el referéndum en cuestión fuese inocuo para el orden jurídico español. ¿Tiene capacidad de vulnerar o alterar el orden constitucional español un referéndum consultivo? La respuesta es no: no habiendo efectos jurídicos, por una parte, y habiendo delegación, por la otra, no puede haber ni usurpación de la soberanía nacional (art. 1.1 CE), ni vulneración de la unidad territorial del Estado (art. 2 CE), ni ninguna consecuencia jurídica que pueda afectar al orden constitucional español. 

Otra de las objeciones más recurrentes es que en el referéndum del artículo 92 CE tienen que participar “todos los ciudadanos”. No entramos ahora en una interpretación posible (también sabemos que en Derecho la interpretación es práctica usual) de esas tres palabras, que podría consistir en decir que la expresión puede no excluir consultas ciudadanas parciales, dirigidas a los ciudadanos residentes en el territorio de una CA. Y no es necesario entrar en una interpretación menos restrictiva porque ni siquiera la interpretación más restrictiva impediría que se consultara a “todos los ciudadanos” españoles sobre la independencia, operación en la que necesariamente se obtendría la opinión de los administrados catalanes.

No podemos extendernos más. De lo antedicho puede concluirse que sabemos que un referéndum consultivo es viable en el orden constitucional español sin necesidad de reformar la Constitución (que también se puede reformar, como se sabe). El sistema español prevé ese tipo de consultas sin efectos jurídicos y, frente a ellas, no hay ningún óbice jurídico insalvable. Para comprobarlo, como en tantas otras ocasiones con anterioridad, bastaría que hubiera una voluntad política de hacer o de dejar hacer. Mas no es necesario que esa voluntad exista para saber que las vías jurídicas existen. Como sucede con la reforma constitucional, por ejemplo, la ausencia de voluntad política no elimina las vías jurídicas realmente existentes. No nos engañemos, esto no es opinable.

miércoles, 6 de abril de 2016

“España ya es federal”. Una breve explicación de la tesis




La tesis mayoritaria entre los estudiosos y curiosos del federalismo en España es que el Estado español tendría ya de federal todo menos el nombre. Como ya lo he explicado en varias ocasiones, esta tesis no resiste mínimamente la confrontación con la realidad de los sistemas federales en alguna medida dignos de ese nombre: EEUU, Canadá, Bélgica, Suiza o Alemania, por ejemplo. Es más, podría decirse sin miedo a equivocarse que si el sistema español del 78 se hubiese creado y hubiese luego evolucionado siguiendo una lógica federal, prácticamente todos los artículos de la Constitución que directa o indirectamente afectan a la forma de Estado se habrían redactado de otra manera y previsto entonces reglas diferentes de las que el Constituyente creó. ¿Ejemplos? El Senado, la reforma constitucional, los entes “federados”, sus Estatutos de Autonomía, el reparto competencial, y un largo etcétera.

Que la tesis que aquí me interesa no es científica, es decir, que no nos explica lo que el sistema español es realmente, sino otra cosa (lo que, con intenciones diversas, se desea que sea), debería ser pacífica si estamos de acuerdo con lo anterior: si se hubiese querido crear un sistema federal, las reglas del sistema habrían sido bien diferentes; y, del mismo modo, si ese sistema no federal inicialmente hubiese evolucionado en una línea federal también se sabría, pues alguna reforma constitucional, de la que no ha habido noticia, habríamos visto pasar. Pero no es el carácter ideológico de la tesis lo que me interesa ahora, sino tratar de entender por qué los estudiosos la adoptan. Y es que no por ideológica la mentada tesis carece de interés. Por el impacto que tiene tanto en nuestra comprensión contemporánea del federalismo como –necesariamente relacionado con ello– en la capacidad del sistema para evolucionar hacia una forma federal en respuesta eficaz a algunos de sus problemas más serios, entender cómo funciona dicha tesis es fundamental.

La tesis que describe el Estado de las Autonomías como un Estado federal en la práctica, si bien no en el nombre, engloba dos tipos de estrategias reconocibles diferentes. La primera, que no me interesará aquí, es la de los aquellos académicos (e intelectuales y políticos que hacen servir sus argumentos y conclusiones) que entienden que al ser el español un sistema federal, no tiene mucho sentido entrar en un debate sobre una cuestión tan sensible como la de la reforma constitucional si lo que se persigue es que el sistema sea aquello que ya es. Esta primera estrategia es, en el fondo, muy conservadora y radicalmente hostil al federalismo. La segunda, que es la que me interesará aquí, es la de aquellos académicos (e intelectuales y políticos que hacen servir sus argumentos y conclusiones) que entienden que el sistema español ya es federal pero, en esa línea, mejorable. Son ellos quienes, en buena lógica, han podido advertir de la utilidad o necesidad de una reforma constitucional capaz de corregir los déficits federales que reconocen existen hoy en el sistema español. Esta es la que se presenta en España como la tesis auténticamente federalista.

Esta tesis, en sí, no es incoherente, en la medida en que reconoce que el sistema español ya es federal aunque mejorable. Lo que me pregunto al respecto tiene que ver con la razón de ser y el sentido de una definición (que se presenta como científica) del sistema español como federal antes de alegar la utilidad o necesidad política de la reforma federal. Y es que bien puede alegarse en segunda instancia la utilidad política de la reforma federal sin necesidad de abrazar, en primera instancia, una tesis que deforma de manera muy notable la realidad. Como estudioso de la cuestión, esto es para mí de sumo interés: ¿por qué razón defienden los estudiosos una tesis (España ya es federal) tan frágil desde el punto de vista científico?

Veo principalmente dos razones. Y las dos son políticas, no científicas.

La primera de ellas, en la que ya he insistido en otras ocasiones y en la que no me detendré ahora, tiene que ver con la concepción nacional(ista) del federalismo mayoritaria en España. Si el federalismo es un sistema pensado para articular jurídica y territorialmente el poder de una nación (la española), entonces la reforma federal propuesta podría limitarse a aspectos funcionales sin necesidad de corregir sustancialmente la estructura y funcionamiento del sistema. Coherente con esto sería buscar un reparto más funcional de las competencias y un Senado con representación igual de las CCAA (un número igual de senadores por CA), pero sin modificar necesariamente su papel como segunda cámara, dejando como están muchas otras cuestiones que, en esa lógica de federalismo nacional, no requerirían reforma, como el control político del Estado sobre la reforma de los EEAA, o el procedimiento de reforma constitucional, por solo dar algunos ejemplos. Como la reforma no sería muy ambiciosa, puede ser útil y ciertamente inteligente (políticamente hablando) situar el sistema por reformar cerca del punto de llegada de la reforma. Y aquí es donde, entiendo, entra en juego la segunda razón.

La segunda razón, que depende en gran parte de la primera, tiene que ver más con una lógica política posibilista: afirmar que el sistema español es federal tiene, en efecto, una ventaja frente a quienes afirmamos que no sólo ese diagnóstico es erróneo sino que, además, para convertir el sistema español en federal habría que llevar a cabo una reforma de gran amplitud. Quienes desde la Academia defendemos que no es posible definir el sistema español como federal y sí como descentralizado, nos encontramos, en el debate público o político, con una dificultad mayor: independientemente de la mayor o menor capacidad de una reforma federal de gran amplitud para resolver algunos o muchos de los problemas de que adolece el sistema español, no hay apenas público interesado en una reforma de ese tipo. Si además de estudiosos del federalismo fuésemos militantes federalistas, las conclusiones de nuestro trabajo nos sumirían en la peor de las depresiones. Y es que dichas conclusiones, ante un público poco receptivo, no hacen sino alejar la posibilidad de una reforma federal.  

La tesis que hace del sistema español un sistema federal tiene en este sentido una doble ventaja. Por una parte, es la que más y mejor se adapta a las preferencias de la mayoría de políticos y ciudadanos, quienes entienden que España es una nación y que no cabe introducir ni una sola reforma que pueda fragilizarla más de lo que –se entiende mayoritariamente– ya lo está. Por otra parte, dicha tesis se hace un hueco con mayor habilidad y facilidad en el debate político, puesto que, si España ya es federal, no debiera suponer –tal se explica con inteligencia– problema alguno hacer dos o tres pequeños cambios que consoliden y a la vez mejoren la lógica federal del sistema. El esfuerzo que se pide para dicha reforma es mínimo, tanto por ser el punto de inicio aceptable (en términos federales) como el camino que recorrer tan corto. Y precisamente por ello es quizás el único camino transitable hacia un federalismo que se podría llamar entonces de mínimos[1].

Naturalmente, se habrá entendido que estamos hablando de una tesis de claro corte político o ideológico. En un doble sentido. Y es que, si decía que la tesis según la cual el sistema español es federal no resiste a la prueba del algodón, que consiste básicamente en ver cómo se regulan los aspectos fundamentales en los sistemas federales y comparar luego con el sistema español, tampoco está nada claro que de la estrategia “somos federales, solo nos queda un pasito”, en caso de tener éxito y de llevarse a cabo una reforma federal, puedan salir soluciones efectivas para los problemas reales del sistema español. Si esto que digo es así, la tesis de aquellos académicos que defienden que España ya es federal no solo sería fallida como descripción y análisis objetivo de la realidad que nos rodea sino que lo sería también en su función teórico-práctica de proposición de soluciones adecuadas a los problemas existentes o futuros. Con una reforma mínima del Senado, por ejemplo, se daría una inequívoca semblanza federal al sistema pero ¿se resolverían sus problemas más graves? La respuesta es no. 













[1] Si una reforma federal de este tipo parece factible, no habría que olvidar que la tesis conservadora rival (España ya es federal, ¿para qué una reforma federal?), con la que los federalistas comparten la premisa (España ya es federal), representa indudablemente un obstáculo muy serio en el camino de una reforma federal, con una capacidad (histórica) de bloqueo muy notable.