La palabra “plurinacionalidad” se
ha visto pasar con cierta frecuencia en los debates y discursos políticos estos
últimos años. También en los medios de comunicación. Podemos la usa y defiende.
El PSC, con su apuesta federal, igualmente. De manera general, los ciudadanos,
en unos territorios más que en otros, parecen admitir que en España algo hay de
eso. Los intelectuales progresistas ya no digamos. Desde posiciones quizás más
moderadas la expresión puede adoptar aún otro matiz (“nación de naciones”, las
“nacionalidades” del artículo 2 de la Constitución), más cultural probablemente.
Permítanme compartir con ustedes la impresión de un estudioso de esta cuestión:
no se está hablando en serio de pluralismo nacional.
Tomarse el
pluralismo nacional en serio no implica adoptar una posición ideológica
(favorable las más de las veces) ante él. Tampoco “ponerse serio” (posición seguramente
desfavorable). Lo único que ha de suponer es un esfuerzo en aras de entender si
y cuándo una sociedad organizada de manera clásica (en forma de Estado) tiene o
no este problema que es el pluralismo nacional. Y ha de entenderse como un problema
desde el momento en que su existencia produce ciertas perturbaciones o disfunciones
en el orden jurídico-político establecido, como ocurre en España, dando pie
asimismo a que de él se hagan cargo los medios de comunicación, los partidos
políticos, etc.
Tendríamos aquí
en realidad dos preguntas diferentes: una sobre la existencia del pluralismo
nacional en nuestras democracias nacionales; la otra, una vez constatada su
existencia (si se constata), sobre el trato que ha de recibir: ¿qué hacer con
él? No entraré en la segunda cuestión. Me interesa más la primera, en parte
porque en vano se reflexionará sobre la segunda sin haber antes resuelto
adecuadamente el primer problema, de diagnóstico: ¿Hay pluralismo nacional en
España? ¿Cómo debemos entenderlo? Trataré de responder a estas dos preguntas.
La ausencia
del pluralismo nacional como objeto de preocupación y de reflexión en
sociedades como la francesa, la alemana o la estadounidense puede entenderse ya
como un indicador claro de que no hay en ellas pluralismo nacional. Hay, sí, una
gran diversidad cultural (sub-cultural, de perspectiva y comunal, por decirlo
con B. Parekh), pero dicha
diversidad no cuestiona de ninguna manera el marco nacional común de
convivencia. Lo que busca más bien es modificar en él aspectos problemáticos,
como sería el caso, entre los ejemplos que propone Parekh, de los ecologistas
que luchan contra “el prejuicio antropocéntrico y tecnocrático”, o el
feminismo, que hace lo propio contra el prejuicio patriarcal. Ocurre lo mismo
con la diversidad étnica o religiosa producto de los importantes movimientos
migratorios. Las reivindicaciones de las minorías étnicas o religiosas no
cuestionan el marco de convivencia nacional en el que viven sino que buscan hacerlo
más hospitalario y abierto a sus propios valores y creencias. Ejemplos de esto,
entre muchos otros, serían las demandas especiales relativas al código
vestimentario en la función pública (el pañuelo para las mujeres musulmanas,
por ejemplo) o al menú en los comedores escolares.
Tampoco la
existencia de diversas nacionalidades (individuales), como en ocasiones parece
indicarse, hace que una sociedad sea plurinacional. El hecho de que yo sea español
y resida en Francia no hace que la sociedad en la que vivo sea plurinacional.
Sus ciudadanos y residentes pueden tener –y de hecho tienen– diferentes
nacionalidades sin que esto suponga el más mínimo problema para la comunidad
política nacional en la que viven. La multiplicidad de nacionalidades no es pues
un problema.
Este tipo de
diversidad de la que hablo, generada principalmente por la inmigración, no ha
de confundirse con el pluralismo nacional, y de hecho los estudiosos tendemos a
diferenciarlas. La primera puede enmarcarse en aquello que Kymlicka llama “polietnicidad”, de la que resultan de hecho demandas de reconocimiento y problemas que
poco o nada tienen que ver con los que produce el segundo. A diferencia de la
polietnicidad, el pluralismo nacional no sólo cuestiona el marco general de la
comunidad política nacional, en el sentido de buscar pluralizarla
nacionalmente, sino que puede llegar incluso a cuestionarla como marco legítimo
para la convivencia democrática, y a proponer otro marco nacional en sustitución.
Problema, éste, que lleva arrastrando España desde hace algún tiempo.
No parece
pues dudoso que España tenga pluralismo nacional en el sentido indicado. Ahora
bien, para entender esto cabalmente importa dar un paso más e identificar bien los
elementos del problema (ya se ha indicado que el pluralismo nacional se percibe
como un problema en nuestras democracias mononacionales) a fin de evitar
confusiones que dificulten o impidan su resolución en la práctica, si tal es lo
que se desea. Puede en efecto observarse con cierta frecuencia cómo se proponen
soluciones inadaptadas al problema desde posiciones que dicen ser o parecen
favorables a una forma de acomodación del pluralismo nacional. Pasa esto, por
ejemplo, con ciertas propuestas de reforma federal de la Constitución (Granada)
en las que, con todo, cuesta ver cuáles son las diferentes “naciones” (mejor:
nacionalismos) en ese contexto de pluralismo conflictivo. Y esto es muy sorprendente,
ya que si se toma el pluralismo nacional en serio, debiera ser muy fácil
identificar las partes problemáticas de una eventual ecuación reformista.
Veamos.
Creo que puede
afrontarse esta cuestión de al menos dos maneras diferentes. Como se verá, las
dos llevan a la misma conclusión.
La primera
de ellas, más pragmática, consiste en tratar de identificar los elementos
conflictivos del contexto político examinado. Podría así preguntarse: ¿Es
Galicia, o Andalucía, o Valencia, la que genera el problema de pluralismo
nacional en el contexto español? Dicho de otra manera: ¿plantea alguna de esas CCAA
un problema nacional? La respuesta es no. No ha habido ni hay en Galicia,
Andalucía o Valencia un movimiento político nacionalista suficientemente fuerte
que cuestione el carácter monista en lo nacional del Estado español y su
reparto del poder. Algunas voces lo hacen sin duda en dichos territorios, mas se
trata de voces tan marginales que, en realidad, dicho cuestionamiento no llega
a ser un problema para el marco nacional de convivencia. ¿Cuáles son los elementos
problemáticos en el contexto español? Con claridad se ve que son el País Vasco
y Cataluña desde hace ya mucho tiempo. Trate el lector de imaginar una España
sin el País Vasco y Cataluña y verá que los quebraderos de cabeza nacionales no
tendrían ya razón de ser.
La segunda
manera de ver esto es más teórica y trata de aplicar al caso español las
conclusiones del trabajo llevado a cabo por los estudiosos del nacionalismo. Resumiendo
mucho (véase por ejemplo Dioses útiles
de Alvarez Junco), la
literatura académica especializada nos enseña que en vano trataremos de contar
“naciones” si lo que queremos es ver las partes en conflicto en ese contexto de
pluralismo nacional, principalmente porque las naciones no son realidades
empíricas fácil y pacíficamente reconocibles u objetivables (como un árbol), sino
realidades imaginadas (B. Anderson), como los
dioses (A. Junco). Para que una nación exista es preciso que se crea en ella, y
para eso están los nacionalismos. El árbol esto no lo necesita.
Ahora bien, si
es cierto que basta con que un puñado de personas esté de acuerdo en decir que
la nación X (pongamos la andaluza) existe para que exista (para ellos), esto no
es suficiente a la hora de considerarla comunidad nacional parte en el contexto
democrático en el que preguntamos por las naciones del pluralismo nacional
constatado. Y es que también sabemos que si las naciones pueden existir sólo para
un puñado de personas, esas pocas personas que creen en su nación no tienen
democráticamente peso suficiente para imponerles al resto de sus conciudadanos
su creencia. Cosa diferente ocurre cuando una mayoría de ciudadanos
territorialmente concentrada piensa lo mismo y lo expresa políticamente de
manera constante y dilatada en el tiempo: aquí esta mayoría tiene la legitimidad
democrática para pretender imponer “su nación” al resto de conciudadanos en su
territorio que le faltaba a aquélla. Es lo que diferencia con claridad a
Andalucía o a Galicia del País Vasco o Cataluña: en los primeros domina la
creencia en la nación española, no así en los segundos.
Pues bien, tratemos
de hacer cuentas a modo de conclusión. ¿Cuáles son los territorios en los que
encontramos en España nacionalismos mayoritarios (naciones con mayoría de “creyentes”)?
Claramente se aprecia una mayoría nacionalista en el País Vasco y en Cataluña, en
donde el nacionalismo vasco y catalán ha gobernado prácticamente sin
interrupción desde las primeras elecciones de la democracia. En el resto de
territorios de España, lo que se observa es que el nacionalismo español domina
sin apenas resistencia. No parece pues que haya muchas vueltas que darle. El
pluralismo nacional es cosa de nacionalismos, no de naciones, y en España son
tres: el español, el vasco y el catalán.
su reflexión le resta importancia a que algunas de las regiones que usted cita como carentes de voluntad nacional, notablemente Galicia, Com. Valenciana, Baleares o Navarra. En el caso de que Cataluña o PV se independizaran, podrían pasar a pivotar (no sin resistencias) alrededor de los nuevos Estados o de Portugal, en el caso de Galicia.
ResponderEliminarNo es política ficción. Recordemos que hasta hace poco el porcentaje de apoyos a la independencia en Cataluña era tradicionalmente bajo. ¿Qué podría pasar, por ejemplo, en Baleares, cuando se les plantee la idea de que podrían elegir entre pertenecer a un Estado en declive -España- y otro recién nacido en plena efervescencia? A buen seguro esto último sucedería en algunas regiones, ¿se imagina las tensiones que pueden nacer de ahí?
En el caso de un contagio entre regiones, tampoco Andalucía tardaría en ver que podría ganar más en solitario que en un difícil matrimonio con Castilla.
Al final, la península quedará como la Italia medieval o la Alemania en la era de Richelieu . Un puñado de Estados pequeños en permanente conflicto ellos y con las potencias extranjeras metiendo las narices.
Lo que Usted comenta es una posibilidad, que bien puede darse o no. Lo que ocurre en Cataluña es un problema real aquí y ahora. Y los problemas, entiendo, han de resolverse según van surgiendo. No parece muy razonable no tratar el problema de Cataluña pensando en lo que podría pasar (o más probablemente no) en Galicia o en Andalucía.
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