A poco que
uno se fije, se puede observar en los discursos de las élites de izquierdas en
España una marcada tendencia a presentarse como universalistas, europeístas,
racionalistas o federalistas (la lista podría alargarse), y por eso mismo no
nacionalistas, no soberanistas, no sentimentalistas ni idealistas. Para lo que
me interesa aquí, podemos centrarnos únicamente en la oposición propuesta por muchos
de ellos entre racionalismo-federalismo, por una parte, y emotivismo-nacionalismo,
por la otra. Se trata de hecho de una vieja manía de nuestras élites
progresistas, que se remonta cuando menos a tiempos del más laureado de
nuestros federalistas, Francisco Pi y Margall, durante la segunda mitad del
siglo XIX. De ahí el título de este artículo.
¿A qué llamo
síndrome Pi y Margall? Por decirlo sin rodeos, es una enfermedad de la razón.
Me explico. Pi y Margall escribió durante la segunda mitad del siglo XIX
diferentes ensayos federales (los más importantes y conocidos: La Reacción y la Revolución, 1854; Las Nacionalidades, 1877) en los que
presentó su apuesta por el federalismo como solución a los problemas de la
España de su tiempo. Como he explicado ya en La teoría de la
federación en la España del siglo XXI, la obra de Pi y Margall se encuentra muy influida por la filosofía de las
Luces, tanto francesas como alemanas, y predomina en ella el estilo y la ambición
filosófica que le dan esa innegable belleza, admirada por generaciones de
intelectuales españoles posteriormente. En sus obras, el federalismo es la
República (con mayúscula), la Razón, la Justicia, la realización de la
Diversidad en la Unidad, el remedio contra ese mal que es el nacionalismo. ¿A quién
no le habría de agradar nuestro hombre? Explicará Pi y Margall cómo llegar al
federalismo: por medio de pactos voluntarios, no por la imposición, pues es
contraria a la razón y a la dignidad de las sociedades adultas y capaces de
gobernarse por sí solas. Aplausos a raudales de los demócratas (más de la
periferia que del centro, todo sea dicho). Mas hete aquí que en el momento de
explicar cómo esos pactos federales se habían de llevar a cabo concretamente, ¡catapum!
se desploma el edificio. Pi y Margall titubea: los pactos serán de abajo
arriba, entre ciudadanos, y de ahí hasta el nivel superior, la federación; no,
mejor los municipios, que son el embrión de la vida social; no, mejor un pacto
entre territorios históricos; no, mejor finalmente una federación por arriba
que los federales de provincias (catalanes y cantonalistas) son muy revoltosos…
Todo esto encontramos en la obra federal de Pi y Margall, una dificultad evidente
para llevar su confusa teoría pactista federal a la práctica, y conforme
indicaba la teoría jurídica federal al uso en aquel entonces (pacto constituyente entre pueblos o territorios). En
definitiva, una apuesta de una belleza filosófica innegable pero muy
decepcionante desde el punto de vista lógico y práctico. ¿Por qué?
La mayor
debilidad de la obra de Pi y Margall, este racionalista intransigente, es paradójicamente
su ceguera a la hora de entender y asumir que sus pretensiones universalistas e
individualistas (solo el individuo es soberano, el individuo racional es dueño
absoluto de sus decisiones, y no tiene más nación que la Humanidad, etc.) no
eran óbice, ni lo podían, para que se desplegara en su propio discurso y acción
política un particularismo (nacionalismo) español al que él parecía creerse
inmune. Es esa pretensión o fe ingenua del racionalismo clásico en una razón
capaz de encontrar respuestas universales a las preguntas morales y políticas
que las personas se hacen en sociedad, como si pudiese elevarse por encima de
su contexto particular, la que será denunciada por Isaiah Berlin o Hans Kelsen,
entre otros, como una ilusión.
En efecto,
pensemos que desde la fría racionalidad de quien se deshace de sus apegos y
creencias personales, todo parece posible cuando hablamos de unir o separar
territorios. Y no es desde luego esa objetividad la que caracteriza a Pi y
Margall. Al contrario, al igual que muchos otros pensadores (Ramón Máiz tiene un texto
fundamental al respecto), Pi y Margall no duda en proponer una federación en la
que las fronteras se encuentran ya dadas de antemano, como si fuesen naturales,
y no pueden ya discutirse. De hecho, ¿por qué otra razón que su creencia en una
España indivisible habría él sino de rechazar el pacto libre e igual entre “territorios
históricos” (que planteaba en esos mismos años Valentí Almirall) y hasta la
posibilidad de que uno de ellos decidiera no entrar finalmente en una
federación? ¿No es acaso la defensa de la indivisibilidad nacional lo propio de
un nacionalismo, y la divisibilidad de las creaciones humanas una verdad
evidenciada por la razón y los hechos? ¿O debemos seguir pensando que Pi y
Margall no era un nacionalista español solo porque él no se reconociera como
tal, y muchos otros españoles sigan sin ver en él a un pensador o intelectual
nacionalista? No parece desde luego una actitud muy racional.
En unos de
los libros importantes publicados estos últimos años sobre federalismo y
nacionalismo, el filósofo Wayne Norman escribía que los intelectuales
en los Estados Unidos y Francia eran incapaces de darse cuenta y de reconocer
que su cultura política dominante era una cultura política nacionalista. “Son
–dice- como peces incapaces de percibir el agua en el que viven”. Y como no se
reconocen como nacionalistas, ocurre que nacionalistas solo parecen ser los que
contestan la existencia de esa nación en la que los primeros creen. Es así como
tendríamos hoy en España intelectuales muy críticos y prestos a desenvainar a
la mínima de cambio en toda una serie de temas importantes excepto sobre la
cuestión nacional. En este tema, parece que el Colacao que hemos tomado todos
desde pequeños nos lleva finalmente a la ilusión adulta de un Estado
democrático y de una cultura política inmune al nacionalismo, es decir, no
nacionalista.
Creo con
todo que si queremos enfrentar racionalmente un problema como el nacional,
tenemos que empezar por hacer caso a los estudiosos del tema y desengañarnos.
Todos somos nacionalistas, en mayor o menos medida, y negarlo no cambiará esa
realidad. Asumirla, como hacen muchos nacionalistas catalanes o vascos, no hará
que seamos más nacionalistas y sí más inteligentes y capaces de entender
correctamente nuestros problemas y de buscar soluciones. No darse cuenta de
ello y no asumirlo es permanecer en ese sueño de la razón, ese paréntesis
durante el cual la razón se venda los ojos y tiene licencia (jurídicamente
hablando, algo sabe de esto el TC) para hacer lo que le plazca. Y no pasa nada,
claro, porque la pobre no ve. Nosotros tampoco, obviamente.
Ese es el
síndrome Pi y Margall: esa ceguera de la razón que nos lleva a creer que la
nación española es inmutable e intangible, que el federalismo ha de ser un
traje a medida para esa nación y que todo aquello que atente contra su identidad
y unidad es irracional. Todo un ejemplo de irracionalidad.
Artículo publicado en Agenda Pública el 13 de abril de 2015: http://agendapublica.es/el-sindrome-pi-y-margall/
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