Sí, ya sé que están hartos de
naciones y banderas. Y les entiendo, vaya si les entiendo... Permítanme
con todo pedirles el esfuerzo de acompañarme en una reflexión que -espero- será
tan breve como clara sobre el problema de fondo que encontramos en España con
el procés. Creo que las dificultades que tenemos para entender
cabalmente este conflicto vienen principalmente de nuestro enfoque sesgado, el
cual con cierta frecuencia -más de la que sería deseable- nos lleva a fijarnos
demasiado en los árboles, que nos entretienen sin duda mucho, y a perder de
vista lo esencial: el bosque.
En
este asunto el bosque es la nación cívica. ¿Qué es una nación? ¿Qué hace que
una nación sea cívica? Estas son preguntas que han ocupado a los teóricos desde
tiempo atrás. Y no solo a los teóricos de la nación. También, por supuesto, de
manera más o menos explícita, a aquellos otros que han reflexionado sobre la
democracia. Tengamos, pues, presente que hablamos de naciones que se consideran
democráticas. No tendría sentido por ello hablar de nación cívica sin asociarla
a la democracia.
El
enfoque sesgado al que me refería antes abusa de esta conexión íntima y
necesaria entre democracia y nación cívica. De alguna manera -se explicaría- la
existencia de una democracia (la española, por ejemplo) vendría a significar,
sin necesidad de mayor argumentación, también la existencia de una nación
cívica. Esta relación no plantea a priori problemas…, hasta que los
plantea. Me refiero a que son muchas las democracias occidentales (EEUU,
Alemania, etc.) que se presentan como naciones cívicas y que no han de
enfrentarse al problema de ver discutida de una manera muy seria la legitimidad
de su nación en una parte de su territorio. Esto es, en cambio, lo que ha ocurrido
estos últimos años en Cataluña.
La
teoría de la nación viene distinguiendo el modelo cívico del étnico. Aunque
este distinguo tienda a ser discutido con razón desde hace ya algunos
años por estudiosos (un ejemplo aquí) que
entienden que toda nación proyectada por un nacionalismo adopta necesariamente
ambas dimensiones (cívica y étnica), sí nos es de alguna utilidad para entender
bien el significado de lo “cívico” cuando acompaña a la palabra “nación” o “nacionalismo”.
No es poco habitual que se recurra a una conocida conferencia de Renan para
ilustrarlo.
Renan
escribe “¿Qué
es una nación?” en el contexto del conflicto franco-prusiano, tras la
derrota francesa en Sedán en 1870. En su conferencia introduce una novedad, que
será la que defina en adelante lo “cívico” en las naciones democráticas. Frente
a la concepción de la nación centrada en la cultura, la lengua, la religión (en
lo cultural, aquello que se hereda de los antepasados: “la herencia que se ha
recibido indivisa”, dice el francés), Renan viene a añadir a esos criterios la
voluntad o el consentimiento de los ciudadanos. Lo hace con indudable
oportunismo, pues de otro modo le habría resultado mucho más difícil a Francia
reivindicar Alsacia y Lorena, ambos territorios de cultura y lengua germánicas.
Pero lo hace, en cualquier caso, explicando que lo que realmente importa no es tanto
que los ciudadanos tengan la misma lengua o compartan la misma cultura y
costumbres, sino la voluntad de las poblaciones concernidas: “El voto de las
naciones es, en definitiva, el único criterio legítimo, aquel al cual siempre
es necesario volver”.
Independientemente
de que este modelo teórico sea o haya sido más o menos seguido en la práctica,
conviene subrayar que no hay la más mínima duda, ni entre los teóricos, desde
luego, ni tampoco -creo- entre los ciudadanos que viven en sociedades
democráticas, sobre la importancia de la dimensión voluntarista para la nación
cívica: cuando ésta deja de tener el apoyo de los ciudadanos y solo se puede
sostener en un determinado territorio mediante el recurso a la fuerza y a la
imposición, esa nación decide darle la espalda al modelo cívico. Como lo decía
Renan: “Una nación no tiene jamás un verdadero interés en anexarse o en retener
a un país contra su voluntad”.
No es
necesario alargar más la explicación. Con lo dicho creo que se puede ya concluir.
España ha tenido que ver, por desgracia (lo expreso así porque estos son ciertamente
problemas graves y desagradables para todos), cómo su legitimidad nacional ha
sido contestada en Cataluña, en donde ha surgido un proyecto independentista,
es decir, de organización de la nación catalana como Estado separado. Este tipo
de problemas no se pueden enfrentar en democracia liberal (esto es lo que no
dice la teoría) negándose o ignorándose, desde una inmovilidad difícilmente
justificable. Una nación cívica que ve discutida su legimidad en una parte de
su territorio tiene la obligación moral -si se toma en serio la teoría de la
nación democrática y liberal- de someter a voto la cuestión de la pertenencia
nacional de la población de ese territorio.
Nótese que
éste no es un enfoque preocupado únicamente por la posibilidad que ha de
ofrecérsele a toda comunidad humana territorialmente concentrada de disponer
libremente de sí misma, y de este modo de organizarse políticamente de la
manera que entienda oportuna. Esto parece importante, por supuesto, en la
perspectiva teórica mencionada. Se trata también de un enfoque preocupado por
la propia legitimidad democrática de la nación del Estado a lo largo y ancho de
su territorio. El recurso al voto, como han podido hacer sin mayores problemas
Quebec en Canada y Escocia en el Reino Unido, es lo que define a la nación
cívica en la gestión de este tipo de problemas. Y en ambos casos la nación
cívica del Estado salió reforzada.
Creo que es
importante dejar esto claro. Por muy democrático que sea el Estado español (lo
que no le impide hacer cosas extrañas con cierta frecuencia…), y por muy cívica
que sea su nación en general, puede afirmarse categóricamente que en la gestión
del conflicto catalán no ha hecho lo que debe hacer una nación cívica. Una
nación cívica nunca debería temer buscar la legitimidad perdida en un
territorio por medio del voto ciudadano. Porque sin ese voto (y sin proponer
ninguna otra salida, por otro lado), no puede recobrar la legitimidad
democrática allí perdida.
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