En un artículo publicado el pasado día 5 de junio, Antonio Arroyo respondía a un artículo mío compartido con él previamente y publicado el mismo día. En su texto,
Antonio reconocía que el principio de federalismo deja la competencia en
materia de definición del matrimonio en manos de los Estados (States), aunque entiende que esta regla
constitucional clara ha de ceder, sin que quede claro por qué, ante el
principio de igual protección también reconocido en la Constitución de los EEUU.
Entiendo su argumentación como ciudadano que comparte tanto
su preocupación por los problemas generados por la desigualdad creciente en
nuestras sociedades como su defensa de la igualdad (desde una perspectiva moral)
para las personas homosexuales, incluyendo el acceso a la institución
matrimonial. Mas como yo no planteaba un debate sobre moral (sobre lo que tanto
él como yo entendemos “justo” en este caso), sino sobre federalismo y derecho,
no puedo compartir la posición que adopta en una cuestión en la que se trata de
saber si se aplicará una regla constitucional clara (la competencia es la
establecida por la Constitución) o bien un principio constitucional tan vago
como contrario a la voluntad de aquellos que precisamente la Constitución (el
derecho) designa como auténticamente soberanos en el caso que se presenta ante
el Tribunal Supremo, a saber, el pueblo y los representantes de los Estados que
han rechazado que el matrimonio pueda ser entre personas del mismo sexo.
Este es un tema muy complejo en el que se cruzan diversas
preocupaciones clásicas de los teóricos y científicos del derecho y de la
política (separación horizontal de poderes, especialización y límites de la
competencia de cada uno de ellos; separación vertical de poderes en sistemas
federales, especialización y límites de la competencia de cada uno de ellos;
interpretación judicial; etc.), de especial trascendencia en los ordenamientos
jurídicos modernos. En lo que sigue solo pretendo dejar unos pocos apuntes con
el objetivo de mostrar por qué la posición adoptada por Antonio en su texto resulta
extraña desde la concepción iuspositivista del derecho dominante en los Estados
democráticos de Derecho, y por ello por qué ha de ser rechazada. Entiendo
incluso que el propio Antonio, reflexionando como jurista, la rechazaría en
muchos otros temas en los que también se puede elegir entre un resultado justo-moral
y un resultado quizás injusto (o quizás justo, siempre depende), aunque
conforme a lo que parece ser el derecho.
Sin duda en el caso que Antonio y yo comentamos
encontramos un conflicto clásico entre función legislativa y judicial en
democracia, conflicto en el que se le suele dar al poder legislativo la
legitimidad democrática y en el que pesa sobre la actividad judicial la
sospecha del “activismo”. ¿Pueden los jueces aplicar la ley como les plazca,
incluso contra lo que parece ser el sentido que el legislador –o peor: el
Constituyente- le dio en su día? Tanto el sentido común como la opinión
dominante entre los juristas nos dicen que el juez ha de aplicar la ley y no
usurpar el papel que sí tiene el legislador como creador de la ley. Para eso se
crea un Parlamento, para que haga la ley, función que nuestros sistemas no
confían a los jueces. Pues bien, esta es la teoría que conocemos, repetida
hasta la saciedad, si bien no se puede dejar de notar algo que todo jurista
sabe: los jueces, sobre todo los de última instancia (TS o TC en España, Tribunal
Supremo en los EEUU), aplican las leyes y las normas constitucionales y al
hacerlo las interpretan y crean derecho.
Dicho de otro modo, los jueces pueden darle a una norma jurídica aplicable a un
caso el significado que prefieran (interpretación auténtica) entre los
diferentes significados (interpretación científica) que un enunciado o
expresión pueda tener en abstracto (Kelsen). Ayer, sin ir más lejos, el propio
Tribunal Supremo de los EEUU interpretó la palabra “Estado” (State), en el caso del famoso Obamacare,
en un sentido totalmente sorprendente, pues “Estado” en los EEUU es siempre uno
de los 50 States y no expresión que
se aplique a la administración o nivel federal, como ayer decidió hacerlo el TS.
Pero veamos quizás un ejemplo controvertido de nuestra jurisprudencia.
Como se sabe, nuestro TS creó una doctrina (“Parot”), luego
validada por el TC, que establecía que un reo podía permanecer en la cárcel más
tiempo del legalmente previsto en el momento de haber cometido el delito por el
que fue condenado. Esta doctrina de fuerte carga moral violaba claramente derechos fundamentales reconocidos por la
Constitución española (CE), lo cual sería después corregido, con buen criterio,
por el TEDH en el caso Inés del Río. El juez español se extralimitó claramente respecto
de lo que la Constitución parecía permitirle, ignorando preceptos
constitucionales fundamentales y auto-designándose de facto como Poder Constituyente para ese asunto.
En este caso, en absoluto excepcional en derecho, se puede
apreciar sin dificultad el peso de un criterio moral contra lo que sería la recta
y fría (algunos dirían “racional”) aplicación de la regla penal competente, que
prohíbe la retroactividad de las normas penales sancionadoras, y que imponía por
consiguiente la liberación de Inés del Río. Puede que muchos españoles deseasen
ver a Inés del Río de por vida en la cárcel, y la opinión pública era
probablemente favorable a la interpretación del TS en el caso Parot y sucesivos,
pero ese objetivo de “justicia” que muchos podían querer perseguir en casos tan
sensibles chocaba claramente con lo que parecía ser lo justo en derecho. Algo
sabe de esto también el juez Baltasar Garzón.
Observemos por lo demás que no siempre los tribunales
argumentan buscando resultados que los jueces entienden justos. A veces la
sentencia nos sorprende precisamente porque resuelve contra lo que muchos
entienden justo fundándose en principios o valores tan vagos como el interés
nacional, la igualdad, la unidad y ordenación general de la economía o del
mercado, etc. Para
botón de muestra una sentencia reciente del TC en la que desplaza la
competencia que reconoce la Constitución a las CCAA en materia de vivienda en
favor del Estado central. Se trata de un caso en el que la Junta de Andalucía
intervino para asegurar el derecho a la vivienda en un contexto, como se sabe,
marcado por el dramático espectáculo cotidiano de los desahucios. En este caso
la solución del TC no es justiciera, pues protege a los que más tienen contra
los mucho más numerosos que no tienen y, por no tener, no tienen ni casa ya,
pero la argumentación toma el mismo camino, fundada en principios vagos de los
que da la sensación que uno puede deducir lo que se le antoje. Ya Kelsen alertó
contra el peligro de los enunciados vagos en derecho, sobre todo en las
constituciones, y su desconfianza ante las declaraciones de derechos humanos
también se entiende en este mismo sentido: la desconfianza ante una vaguedad o
principios generales a los que se les puede hacer decir lo que a uno se le
antoje. En otro registro, bastaría con pensar en nuestros “casos de urgente y
extraordinaria necesidad” para los decretos-ley para entender que Kelsen tenía
más razón que un santo. Un enunciado jurídico vago o un principio demasiado
general es una puerta entreabierta al abuso en derecho por parte de los poderes
constituidos.
¿Es ésa la Justicia que queremos? ¿Ha de ignorarse el
derecho cuando los resultados nos parecen injustos o nos incomodan? Si la
respuesta es sí, tenemos un problema, y ése problema se llama ordenamiento
jurídico, pues él nos dice lo contrario. Si no nos gusta, todo sistema ofrece
procedimientos para su reforma y cambio. Mas entiendo que todo jurista sensato
responderá a la pregunta que no. Y responderá que no en parte también porque
eso es lo justo en derecho. No es justo, en efecto, que a una persona se le
condene a más años de cárcel que los que preveían las leyes penales en el
momento de cometerse el delito, y tampoco es justo que aquellos en quienes los
electores depositan su confianza para implementar determinadas políticas (en
materia de vivienda por ejemplo) vean su competencia constitucional invadida inconstitucional
e ilegítimamente por órganos judiciales que actúan abusando de su propia
competencia constitucional. Si queremos la cadena perpetua (dicho sea de paso
¡vaya con la prisión permanente revisable!), o si queremos otra política en
materia de vivienda, para eso hay cauces en derecho: el juego electoral
primero, en el que se expresan las preferencias de la mayoría, la reforma
(legal o constitucional) después. Porque mientras las leyes no cambien, lo que
deberíamos deducir de ellas es precisamente lo contrario de lo que los jueces
españoles entendieron en los dos casos citados: lo justo es un derecho penal
que no coge a nadie por sorpresa y garantiza la legalidad e irretroactividad de
las penas y la seguridad jurídica, y lo justo en Andalucía, para la mayoría de
andaluces en nombre de los cuales se ejerce la competencia constitucional en
materia de vivienda, es la política que elija la Junta porque tal es lo que han
decidido en las urnas. No es más, en definitiva, que el respeto del derecho.
Observemos también el peligro que puede tener el
argumento de la igualdad (nuestro artículo 14 CE) para la autonomía de las CCAA.
Al leer a Antonio no sé si aceptaría ir contra el principio de autonomía
territorial en materia lingüística, por ejemplo, por las desigualdades (cabría
definir también “igualdad”, no entro en ello) que necesariamente crea entre
ciudadanos en España, aunque la puerta la deja claramente abierta a políticos
con el síndrome de Procusto. Supongo que si Antonio está de acuerdo conmigo en
que nuestra autonomía territorial es un límite a la igualdad del art. 14 CE, es
decir, que el art. 14 ha de entenderse en un sentido compatible con la
autonomía política de los territorios (que necesariamente crea asimetrías y derechos
diferentes), estará de acuerdo también en que el principio del federalismo
juega ese mismo papel en los EEUU.
Volviendo al caso debatido sobre el matrimonio
igualitario en los EEUU, nos encontramos ante el mismo problema al que nos
referíamos antes. El juez Kennedy resumía en una frase el dilema entre derecho
y moral, decisión judicial y decisión democrática, durante la audiencia del
pasado 28 de abril: “la definición [del matrimonio] ha estado con nosotros
durante milenios y es muy difícil para el Supremo decir, bueno, nosotros
sabemos más que el pueblo”. Y es que, en efecto, tratándose de una decisión que
la democracia federal norteamericana deja bajo la autoridad del pueblo de cada
Estado y de sus representantes a nivel estatal (State), la pregunta es si la búsqueda de la igualdad (como justicia
en sentido progresista, pero no, importa decirlo, en sentido conservador en
este caso) ha de llevar a romper las reglas constitucionales del juego federal sobre
las que sostiene la democracia norteamericana. La respuesta parece tanto más
evidente cuanto que, si se atiende a la lógica federal, que en vez de imponer
el cambio por arriba lo busca por abajo mediante el juego democrático, el
“contagio” o “mimetismo” de las políticas públicas más exitosas, de lo que es
ilustración la rapidísima evolución del matrimonio homosexual en los EEUU (sólo
13 de 50 no lo reconocen actualmente, cuando en 2013 eran apenas una docena
larga los que lo reconocían: esto confirma que el federalismo por mimetismo
funciona, y bien), la respuesta –decía- es tanto más evidente cuanto que, por
lo dicho, es muy probable que el problema deje de serlo dentro de 5 o 10 años,
una vez cambie la opinión pública de los Estados hoy hostiles al matrimonio
homosexual. La pregunta para el Supremo sería pues: ¿es sensato romper una
regla constitucional tan fundamental como clara (la competencia de los Estados)
para buscar ahora un resultado considerado como moralmente más justo (no por
todos desde luego) cuando la batalla de la opinión pública ya se ha ganado y se
sabe que antes o después (probablemente pronto) los Estados hoy recalcitrantes
acabarán reconociendo el matrimonio homosexual?
Importa asimismo recordar que si la batalla por el
matrimonio igualitario ha llegado al punto en que nos encontramos en los EEUU
es en gran parte gracias precisamente al principio del federalismo. En efecto,
cuando los primeros States empezaron
a reconocer el matrimonio homosexual, el derecho federal todavía no lo hacía.
Fue precisamente gracias al caso Windsor, en 2013, que la ley federal DOMA, que
solo reconocía el matrimonio heterosexual, fue declarada inconstitucional por
el Tribunal Supremo, declaración que encontró la base de su fundamentación en
la competencia que el Estado de New York tenía en materia matrimonial para
reconocer el matrimonio homosexual. Como el auténtico soberano en la materia
eran los Estados y no el Congreso federal –explicó en Windsor el TS-, la ley
DOMA no podía interferir en la definición del matrimonio propuesta por el
Estado de New York, que garantizaba a la Señora Windsor todos los derechos y
obligaciones propios del vínculo matrimonial, lo que entendía era una
discriminación ilegítima e inconstitucional. Dicho de otra manera, el principio
del federalismo tumbó la ley DOMA y abrió el camino que en pocos días se
cerrará ante el Tribunal Supremo. ¿No sería extraño e incluso incoherente que
el principio (el federalismo) que obró por abajo permitiendo que leyes
estatales crearan primero derechos iguales para las personas homosexuales en
materia matrimonial y desafiaran luego una ley federal que sólo reconocía el
matrimonio heterosexual, fuera ahora ignorado por el mismo tribunal que
defendió el federalismo en el caso Windsor?
No me parece lo fundamental, pero cabría también
preguntarse cuál es el límite que ha de fijarse para la institución
matrimonial, y, si de una cuestión de igualdad y de discriminación se trata, como
lo afirma Antonio, por qué no abrir la institución matrimonial a otras formas
como la poligamia, el matrimonio entre hermanos, etc., pues no reconocerlas es obviamente
excluir a ciudadanos de la institución matrimonial. Si se argumenta sobre la
base de la igualdad el único argumento que podemos movilizar (el mismo quizás
que nos incomoda cuando pensamos por ejemplo en el matrimonio entre hermanos) para
rechazar dichos matrimonios es el moral, y eso nos está indicando que la base
de la argumentación de una eventual constitucionalización del matrimonio
homosexual también es básicamente moral. Y si aceptamos que el derecho tiene un
fuerte componente moral (yo no lo niego), aquí es donde es fundamental
diferenciar, por un lado, la decisión moral de un órgano competente en derecho
(los Estados que no desean reconocer el matrimonio homosexual –decisión
ciertamente movida por la moral- en el ejercicio de su competencia
constitucional) y con legitimidad democrática para tomar ese tipo de decisiones
morales, de, por otro lado, la decisión moral de un órgano que usurpa la
competencia de otro órgano realmente competente en derecho (el Congreso de los
EEUU –DOMA- o el TS invadiendo una competencia estatal y usurpando el Poder
Constituyente) y que carece además de la legitimidad democrática, la única que
hace que aceptemos como leyes válidas para todos decisiones morales (como el
matrimonio homosexual) que no todos comparten.
Por lo que a mí respecta, este caso me deja muchas
preguntas, que dejo en forma de pelota en el tejado de Antonio: ¿quién y qué
nos asegura que nuestra solución progresista y justa de hoy, argumentada desde
lo que moralmente entendemos justo, no prepara soluciones conservadoras (o
peor) para mañana? ¿Cómo defender el
Estado de Derecho frente a quienes, en un momento u otro, legítimamente (la
relatividad de la justicia) lo encuentran injusto, si nuestros tribunales
superiores anteponen su idea particular de la justicia frente al que parece ser
el derecho aplicable? Me pregunto también, Antonio, si frente a un interlocutor
que fundara la independencia de Cataluña en un principio tan fácilmente
interpretable como el de la autodeterminación de los pueblos, aceptarías su
argumentación siendo la secesión algo que el ordenamiento español no contempla.
Me pregunto qué le podríamos decir a un interlocutor catalán que dijese que la
autodeterminación es un derecho natural imprescriptible e irrenunciable de los
pueblos, y que como tal se impone al derecho español. Me pregunto si tras haber
antepuesto la justicia a la recta aplicación del derecho podríamos negar la
validez y la fuerza del argumento del pueblo catalán (de quienes ahora lo
representan) basado en la justicia o la igualdad (entre pueblos). Me pregunto
finalmente si no estarías en el fondo proponiendo sin quererlo una concepción del
derecho antipositivista en la que el derecho quedaría a disposición de las
mayorías, que pueden así, si cuentan con el apoyo de la opinión y del
electorado (y de jueces sensibles a la opinión de los gobiernos y las mayorías),
hacer decir a la Constitución y a las leyes lo que quieran siempre que coincida
con lo que ellos y las mayorías que los sostienen entienden justo. No es
necesario que explique los peligros que encierra semejante concepción del
derecho.
Estoy convencido, Antonio, de que a tu interlocutor le
dirías, como yo, que no hay más derecho que el positivo, y que a las
Constituciones y a las leyes los poderes constituidos no deben hacerles decir
lo que les plazca, pues son un límite a su actuación. Estoy seguro de que le
dirías que cuando no se está conforme con la ley, el sistema prevé mecanismos
para su reforma y cambio. Estoy seguro de que le dirías que los derechos de los
que gozamos no existen en una despensa de los derechos que encontramos en las
nubes y de la que podemos sacar, cual barra libre, cualquier “derecho” en el
momento que nos convenga. Estoy seguro de que le dirías también que los
derechos en democracia los crea idealmente el legislador (o los legisladores si
hay varios), después del Constituyente, y que el juez ha de ser en esto muy cauto
y prudente pues no es su función en democracia crear derecho(s). Y añadirías,
seguro, que aunque sabes que en realidad sí lo(s) crea, no es motivo para que
el juez se crea con autoridad para invadir las competencias del legislador, porque
además los jueces carecen generalmente de la legitimidad democrática de aquel. Le
dirías todo esto y mucho más, y estoy seguro de que al final tú también podrías
decirle al juez Kennedy: aplique usted la regla clara y deje el controvertido
problema de la “justicia” en manos de la democracia, esto es de los órganos que
el Constituyente designó como autoridad competente en materia matrimonial.
Y si eres capaz de decirle esto es porque el derecho
importa. Y si el derecho importa, entonces el federalismo importa allí donde
es, como en los EEUU, uno de los pilares y principios ordenadores del sistema.
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