En el artículo anterior decía
que los incentivos para que los científicos adopten un discurso político son
numerosos. Decía también que un académico que reconozca abiertamente haber sucumbido
al canto de las sirenas es de escaso valor para los políticos (y por eso es
algo que no se puede reconocer), pues lo que éstos buscan en aquel es la
caución de la Academia. Es decir, los políticos tratan de hacer que se entienda
(y en alguna medida lo consiguen) que sus preferencias se ven respaldadas por
el frío e imparcial discurso de la ciencia. Naturalmente, esta forma de
posicionarse obliga a los académicos que, consciente o inconscientemente, se
dejan seducir por el discurso político, a darle una apariencia científica a un
discurso cuya naturaleza es fundamentalmente política[1]. Y
justo es decir que esto es algo relativamente fácil para individuos que, tras
años de estudio, son expertos en el manejo de las palabras y de las formas.
Circulan incluso por la red noticias de investigadores que, para divertirse y al
mismo tiempo denunciar prácticas académicas dudosas, han colado en revistas
científicas textos auténticamente delirantes pero que, presentados con aparente
respeto de las convenciones, daban el pego y escapaban al ojo fatigado de quienes
estaban encargados de evaluar y dar el visto bueno a los artículos. En resumen,
para un académico dar forma respetable a cualquier ocurrencia es un juego de
niños.
Cuando ni el título académico ni
las formas son suficientes, el científico que se deja seducir por la política
tiene todavía otras argucias para salir airoso de los inevitables debates y
discusiones en que participa. Una de ellas es acogerse al infalible recurso de
la “opinión”. Bastaría así con poner en una frase “en mi opinión” para que el
autor quedara exonerado de un eventual error en sus afirmaciones. Como en
materia opinable todo es relativo, no podría haber error. Tú piensas así, y yo
de otra manera: quedamos empatados. El problema es que no todo es opinable.
Quiero creer que si decir “en mi opinión, el sol sale por el este y se pone por
el oeste” es absurdo, del mismo modo deberíamos considerar cosa absurda decir:
“en mi opinión, la soberanía define al Estado” o “en mi opinión, es el órgano
que aplica los textos jurídicos a los casos concretos, y no el creador de dichos
textos, el que fija su significado jurídico”. Como lo que se afirma en todos
estos casos es cierto, opinar sobre ellos solo tiene sentido desde una posición
ignorante (con perdón), la de aquel, por ejemplo, que habiendo permanecido
encerrado en una caverna, no tendría una percepción clara del movimiento
(nuestro) de este a oeste respecto del sol. Con los otros dos ejemplos ocurre
lo mismo: si se observa bien, no habría en ellos espacio para la opinión, al
menos desde la ciencia (que desde el enfoque político se opine al respecto es
normal, pero importará entonces recordar que la política, al revés de la ciencia,
no busca decir la verdad).
Para los políticos, lo bueno de
que cada vez más cosas sean opinables es que no solo se disfraza más fácilmente
el discurso político como discurso científico sino que se tiende, además, a una
neutralización de la distancia entre discurso político y discurso científico.
Si lo que define a este último es su capacidad de afirmar cosas ciertas (o
falsificables), del estilo “el agua hierve a 100 grados” (a presión
atmosférica) o “en España hay varios nacionalismos, y entre ellos el español”, entonces,
cuantas menos cosas ciertas pueda afirmar la ciencia, tanta más cancha (y
menores resistencias) tendrá el discurso político. Es así el reino de la
opinión y de la incertidumbre el que le conviene. Un mundo inhóspito para el
científico: la tertulia y el tertuliano elevados a modelo en el debate público.
Lo decía ya Renan al referirse
al trabajo del historiador: el “error histórico” es bueno para la construcción
nacional (l’oubli, et je dirais même
l’erreur historique, sont un facteur essentiel dans la création d’une nation)
y el buen historiador, si es patriota, ha de errar mucho pues el “progreso de
los estudios históricos es a menudo un peligro para la nación” (le progrès des études historiques est
souvent pour la nationalité un danger). La pregunta que yo me hago es si el
buen historiador puede ser patriota.
La próxima vez les contaré una
anécdota que ilustra esta tendencia del discurso político a querer neutralizar
la distancia necesaria (y realmente existente) entre discurso científico y
discurso político.
[1] Notemos que no siempre es el caso. Un científico puede ser un
profesional riguroso cuando aborda cuestiones poco o nada relevantes (o no
problemáticas) para la política, y dejar de serlo al abordar cuestiones que sí puedan
ser sensibles políticamente hablando.
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