“La mayor parte de los comentarios que se consideran
científicos son, en realidad, obras de política jurídica” (Hans Kelsen, Teoría pura del derecho, Buenos Aires,
Eudeba, 2009, p. 133)
“Me ha parecido necesario volver a emprender con nuevas
fuerzas el tratamiento de la vieja cuestión del federalismo, pues no me
convencen ni las definiciones que se dan del federalismo, ni el método que se
adopta para tratarlo, ni siquiera finalmente el sesgo que la doctrina le
imprime al concepto de Federación” (Olivier Beaud, Teoría de la Federación, Madrid, Escolar y Mayo, 2009, p. 21)
En el anterior artículo decía
que la política se resiste a aceptar y a trabajar con los datos y las
conclusiones que los estudios científicos obtienen en determinados campos de
investigación. Es así como en España, en vez de progresar en temas como el de
la nación (los nacionalismos concurrentes) o el de la reforma federal, guiados
por dichos datos y conclusiones, los políticos prefieren enredarse con ideas y
conceptos que, a su vez enmarañados por ellos mismos, hacen que sea muy
difícil, si no imposible, resolver problemas que todos vemos (hasta ellos) y
para los que los estudios científicos proponen alguna solución, o al menos un
principio de solución.
El discurso político gana pues –decía–
frente al discurso científico. En realidad, el discurso político no podría
ganar probablemente frente al discurso científico si encontrase en la comunidad
científica una oposición frontal a lo que afirma. Para entenderlo, no habría
más que imaginar a una clase política afirmando, por ejemplo, que España ya es
un sistema federal como el que más, y a la comunidad académica en frente
diciendo que no. Ante dicha oposición de pareceres, supongo que la gente
normal, que no se dedica ni a la política ni a la ciencia, pero que es quien
elige a sus gobernantes, entendería que la opinión de estos últimos no es de
mucho peso frente a la comunidad científica. Por ello supongo también que la
gente vería más fácilmente las triquiñuelas de los gobernantes, y podría por
consiguiente sancionarlos (o no). Es probable asimismo, al menos lo supongo,
que frente a una comunidad científica poco complaciente ante el discurso
político, los gobernantes serían más prudentes a la hora de afirmar tal o cual
cosa. Pero no es lo que pasa.
Como el discurso político gana,
lo cierto es que hay pocos incentivos para que un científico prefiera el
discurso de la ciencia al discurso político. Lo he comentado ya en algunos
artículos dedicados en este blog a la Teoría
de la federación de Olivier Beaud. Su libro ha sido un éxito (académico) en
Francia y no se puede ya aquí (en Francia) escribir una sola línea sobre
federalismo sin seguir los pasos de Beaud. Apunten: el federalismo no existe en
el debate político francés, si dejamos de lado el contexto de la UE que, dicho
sea de paso, ha motivado, y lo seguirá haciendo probablemente, un interés
renovado por el tema del federalismo en Francia. En España, donde el tema del
federalismo sí tiene importancia política y se pone sobre el tapete cada X años,
el libro de Beaud, rápidamente traducido al español, ha pasado totalmente
desapercibido. Apunten: otros trabajos sobre el mismo tema, pero de escaso
valor científico, como el tantas veces citado Los Rostros del federalismo, han sido saludados y bendecidos por
doquier. Pregunto ahora lo siguiente: ¿Cómo entender esto de otro modo que no
sea el interés político –de la política– por ciertas lecturas e
interpretaciones propuestas sobre un mismo objeto de estudio (aquí el
federalismo)? ¿Puede en serio –científicamente hablando– preferirse Rostros del federalismo a Teoría de la federación? Seamos serios.
El caso es que, como decía, los
incentivos del científico para no preferir el discurso político son más bien
pocos: ni se venden más libros, ni se obtienen más premios, ni se gana
necesariamente más fácilmente el reconocimiento de la profesión (ni dinero, no
financiación, etc.), ni se obtienen los mejores puestos, y así un largo
etcétera. Sucede más bien lo contrario. Determinadas posiciones, que pueden ser
consideradas rígidas desde el punto de vista científico, pueden costar muy
caras a jóvenes y no tan jóvenes investigadores. Como esto los científicos lo
saben, lo lógico en un sistema tan competitivo como el académico, es ir a lo
más rentable. Y lo más rentable es adoptar el discurso político, decir sobre
cuestiones bien precisas (nación, Constitución, federalismo, etc.) aquello que
deja tranquilos a los mandamases, que no perturba el relato oficial, que da
caución científica a las políticas y políticos de turno, pues es esa actitud –tan
poco científica– la que puede permitirle paradójicamente al científico
prosperar y construir una brillante carrera.
El colmo de todo esto es que el científico que
adopta el discurso político tiene capacidad, medios y amigos de sobra para
hacer que el discurso científico que él ha abandonado se convierta para la gran
mayoría en discurso político, y que el discurso político que él ha adoptado sea
percibido como discurso científico. La
boucle est bouclée. Pensemos, por otro lado, que si su discurso no fuese
percibido como discurso científico, se descubriría la superchería, y eso no
puede ser, pues no le serviría de nada ni al político ni al académico. Y es así
como al científico honesto, quiero decir despreocupado por lo que pueda interesar
o no a los políticos, se le puede acabar acusando de defender ciertas tesis por
razones políticas.
Precioso círculo vicioso, ¿no?
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