martes, 5 de enero de 2016

Política 5 - Ciencia 0. ¿Por qué pierde por goleada la ciencia? (2)



 “La mayor parte de los comen­tarios que se consideran científicos son, en realidad, obras de política jurídica” (Hans Kelsen, Teoría pura del derecho, Buenos Aires, Eudeba, 2009, p. 133)

“Me ha parecido necesario volver a emprender con nuevas fuerzas el tratamiento de la vieja cuestión del federalismo, pues no me convencen ni las definiciones que se dan del federalismo, ni el método que se adopta para tratarlo, ni siquiera finalmente el sesgo que la doctrina le imprime al concepto de Federación” (Olivier Beaud, Teoría de la Federación, Madrid, Escolar y Mayo, 2009, p. 21)

En el anterior artículo decía que la política se resiste a aceptar y a trabajar con los datos y las conclusiones que los estudios científicos obtienen en determinados campos de investigación. Es así como en España, en vez de progresar en temas como el de la nación (los nacionalismos concurrentes) o el de la reforma federal, guiados por dichos datos y conclusiones, los políticos prefieren enredarse con ideas y conceptos que, a su vez enmarañados por ellos mismos, hacen que sea muy difícil, si no imposible, resolver problemas que todos vemos (hasta ellos) y para los que los estudios científicos proponen alguna solución, o al menos un principio de solución.

El discurso político gana pues –decía– frente al discurso científico. En realidad, el discurso político no podría ganar probablemente frente al discurso científico si encontrase en la comunidad científica una oposición frontal a lo que afirma. Para entenderlo, no habría más que imaginar a una clase política afirmando, por ejemplo, que España ya es un sistema federal como el que más, y a la comunidad académica en frente diciendo que no. Ante dicha oposición de pareceres, supongo que la gente normal, que no se dedica ni a la política ni a la ciencia, pero que es quien elige a sus gobernantes, entendería que la opinión de estos últimos no es de mucho peso frente a la comunidad científica. Por ello supongo también que la gente vería más fácilmente las triquiñuelas de los gobernantes, y podría por consiguiente sancionarlos (o no). Es probable asimismo, al menos lo supongo, que frente a una comunidad científica poco complaciente ante el discurso político, los gobernantes serían más prudentes a la hora de afirmar tal o cual cosa. Pero no es lo que pasa.

Como el discurso político gana, lo cierto es que hay pocos incentivos para que un científico prefiera el discurso de la ciencia al discurso político. Lo he comentado ya en algunos artículos dedicados en este blog a la Teoría de la federación de Olivier Beaud. Su libro ha sido un éxito (académico) en Francia y no se puede ya aquí (en Francia) escribir una sola línea sobre federalismo sin seguir los pasos de Beaud. Apunten: el federalismo no existe en el debate político francés, si dejamos de lado el contexto de la UE que, dicho sea de paso, ha motivado, y lo seguirá haciendo probablemente, un interés renovado por el tema del federalismo en Francia. En España, donde el tema del federalismo sí tiene importancia política y se pone sobre el tapete cada X años, el libro de Beaud, rápidamente traducido al español, ha pasado totalmente desapercibido. Apunten: otros trabajos sobre el mismo tema, pero de escaso valor científico, como el tantas veces citado Los Rostros del federalismo, han sido saludados y bendecidos por doquier. Pregunto ahora lo siguiente: ¿Cómo entender esto de otro modo que no sea el interés político –de la política– por ciertas lecturas e interpretaciones propuestas sobre un mismo objeto de estudio (aquí el federalismo)? ¿Puede en serio –científicamente hablando– preferirse Rostros del federalismo a Teoría de la federación? Seamos serios.

El caso es que, como decía, los incentivos del científico para no preferir el discurso político son más bien pocos: ni se venden más libros, ni se obtienen más premios, ni se gana necesariamente más fácilmente el reconocimiento de la profesión (ni dinero, no financiación, etc.), ni se obtienen los mejores puestos, y así un largo etcétera. Sucede más bien lo contrario. Determinadas posiciones, que pueden ser consideradas rígidas desde el punto de vista científico, pueden costar muy caras a jóvenes y no tan jóvenes investigadores. Como esto los científicos lo saben, lo lógico en un sistema tan competitivo como el académico, es ir a lo más rentable. Y lo más rentable es adoptar el discurso político, decir sobre cuestiones bien precisas (nación, Constitución, federalismo, etc.) aquello que deja tranquilos a los mandamases, que no perturba el relato oficial, que da caución científica a las políticas y políticos de turno, pues es esa actitud –tan poco científica– la que puede permitirle paradójicamente al científico prosperar y construir una brillante carrera.

El  colmo de todo esto es que el científico que adopta el discurso político tiene capacidad, medios y amigos de sobra para hacer que el discurso científico que él ha abandonado se convierta para la gran mayoría en discurso político, y que el discurso político que él ha adoptado sea percibido como discurso científico. La boucle est bouclée. Pensemos, por otro lado, que si su discurso no fuese percibido como discurso científico, se descubriría la superchería, y eso no puede ser, pues no le serviría de nada ni al político ni al académico. Y es así como al científico honesto, quiero decir despreocupado por lo que pueda interesar o no a los políticos, se le puede acabar acusando de defender ciertas tesis por razones políticas.

Precioso círculo vicioso, ¿no?        



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