Vamos con la anécdota prometida,
ya para cerrar esta serie.
Hace ya algunos meses tuve un
intercambio en twitter con un conocido miembro de Federalistes d’esquerres, asociación que, como se sabe, defiende un
proyecto federal para España. Este señor es además una de las cabezas visibles
de Societat Civil Catalana, y ha
tenido, si no estoy mal informado, militancia en el PSC. Añadamos de paso, para
tener un cuadro completo, que es también doctor en historia, por lo que no puede
ignorar lo que el trabajo académico es e implica. Tampoco ha de ignorar, supongo,
que los comentarios del científico especializado en un tema son más dignos de
confianza que los de una persona (académico o no) no especialista de ese mismo
tema. El señor del que les hablo, con ser doctor en historia, no es ni propiamente
un académico ni mucho menos especialista del federalismo. Se trata,
principalmente, de un actor político, y como tal viene ejerciendo en los
diversos frentes en los que se le ha podido ver en Cataluña, así como en sus frecuentes
intervenciones en la prensa y otros foros estos últimos años.
Pues bien, resulta que nos
ponemos a hablar este señor y yo sobre federalismo en twitter. Salta el
desacuerdo (si no no sería twitter…). Él me dice que lo que yo afirmo no es
así, que su opinión y la de otros no es ésa. Trato de hacerle ver que es
difícil que nos pongamos de acuerdo, o que él pueda apreciar o aceptar lo que
afirmo sobre el tema, puesto que mi enfoque del mismo no es político sino
científico, al revés del suyo. Ante esto, su reacción es decirme que mi enfoque
también es político y que en twitter me dedico a hacer política, argumento que
utiliza –supongo– con el objetivo de ponernos en el mismo nivel: claro, si los
dos adoptamos un discurso político sobre el federalismo, mi opinión, por mejor
informada que esté sobre el tema, no valdría más que la suya en el debate “político”
en el que los dos nos habríamos enzarzado. Esto es cierto, y puede él ver el
federalismo de esta o aquella manera sin que yo, teniendo mejor información
sobre la cuestión, me encuentre mejor situado en el debate político (de hecho
no lo estoy). Pero al mismo tiempo esto es cierto solo a condición de que mi
discurso sobre el objeto de la discusión (y en general) sea político, como el
suyo, que mi intención no sea compartir las conclusiones de mi investigación,
sino otra. Lo cual nos lleva a la pregunta siguiente: ¿Es político mi discurso sobre el
tema?
Antes de contestar con cierta
brevedad, recordemos lo que caracteriza al discurso científico respecto del
discurso político. Si el primero se distingue por su incansable búsqueda de la verdad
con objetividad, imparcialidad, independencia, desinterés, etc., el segundo se
distingue por su incansable tendencia a la mentira, la parcialidad, el interés
propio, etc. El científico honesto no busca mentir a sus interlocutores; el
político, hasta el honesto, vive en buena parte de la mentira. Lo que más le
importa es que su proyecto personal y sus preferencias progresen.
Recordado esto, creo que si la
principal motivación en mi trabajo como académico fuera más política que
científica, habiendo trabajado tantos años sobre el federalismo español y
sabedor de la música federal que más gusta en España, nunca habríamos estado en
desacuerdo el señor del que les hablo y yo. Si lo que realmente me importase
fuese hacer política y no ciencia, para mí habría sido muy fácil escribir
textos y libros que dijeran lo que realmente aprecian los federalistas españoles,
que se supone ha de ser mayoritariamente el público receptor del trabajo de un
especialista del federalismo. Es muy probable que eso le hubiese asegurado a mi
trabajo una mayor publicidad y éxito en los círculos en que este señor se mueve.
Es más, con gusto se habría convertido probablemente en mi mejor agente por
tierras españolas, y tendría yo quizás hasta una capilla, con sus buenos
fieles, en la que predicar mi saber sobre el tema. Quizás hasta me hubiera
echado un baile con Iceta o emborrachado con Pere Navarro tras el fracaso de “nuestra”
campaña Federalisme.
Permítaseme recordar que todo
esto lo sabía perfectamente antes de ponerme a escribir artículos y libros
sobre el federalismo. Me bastaba con sacar un ensayo sobre Pi y Margall bien pegado
a los lugares comunes preferidos por los federalistas, o un libro sobre
federalismo que deje en mala postura al nacionalismo catalán, celebrando e insistiendo
en los mil y un clichés que dominan en el tema, para dejar mi trabajo bien
colocadito. Con un poco de suerte y buena vista, me habría hasta podido
anticipar a Blanco Valdés y publicar un triste pero exitoso libraco sobre los “rostros
del federalismo”. Y así un largo etcétera.
Ahora bien, pregunto para
terminar, ¿no me habría entonces comportado como un político, esto es, como un
científico deshonesto a quien le preocupa más tener una capilla con fieles a
quienes predicar, o la buena salud de un determinado proyecto político? ¿No
habría supuesto anteponer el interés personal al científico? Pues resulta que
no: para este buen señor, lo que yo hago es política. Y confunde así dos cosas
diferentes: el necesario apolitismo del discurso científico y los efectos
políticos innegables que dicho discurso pueda tener. Claro que esto es entrar
en consideraciones demasiado sutiles, o probablemente más incómodas que
sutiles, que el buen señor federalista no podía entender ni aceptar. Y es que
el discurso científico incomoda al discurso político, pues deja en evidencia lo
que éste quiere esconder.
PS.: Leo hoy en El
Periódico este artículo en el que se presenta el necesario y valiente ensayo de
Sánchez-Cuenca sobre la desfachatez de los intelectuales, denuncia que es del
charlatanismo. Bien dicho: http://www.elperiodico.com/es/noticias/ocio-y-cultura/intelectuales-picota-4985757
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