El texto que se reproduce a
continuación es un fragmento de la voz “Estado” (por Gonzalo del Castillo
Alonso) de la Enciclopedia jurídica
española, obra colectiva en 30 volúmenes dirigida por Luís Moutón y Ocampo,
y publicada en Barcelona (Francisco Seix) entre 1911 y 1913.
Aparte del interés histórico
del documento, texto de buena factura, y que nos da una buena idea de cómo se
entendía el federalismo a principios del siglo XX, en tiempos en los que la
dogmática jurídica alemana, fundadora del distinguo
Estado federal (Derecho Constitucional) y Confederación (Derecho Internacional
Público), ya parece haberse asentado como doctrina dominante en derecho público,
nos ha parecido interesante proponerlo aquí, primero, claro es, para ponerlo a
disposición de a quien pudiere interesar y ser de utilidad (estudiantes,
doctorandos, investigadores, etc.), y segundo, con objeto de hacer notar muy
brevemente la relación que establece el texto entre federalismo e independencia,
tan de actualidad hoy.
En tiempos como los actuales,
en que la cuestión de la soberanía en los sistemas federales o descentralizados
se suele evitar o evacuar por la vía rápida, es interesante ver cómo,
independientemente de las respuestas diferentes, y más o menos ingeniosas, que
se ofrecen, en los países a los que se refiere el texto reproducido, a la
cuestión de la soberanía (y de la independencia) en un Estado federal, buena muestra
también, dicho sea de paso, de la elasticidad y adaptabilidad de los conceptos
jurídicos a las realidades políticas creadas, es interesante, decía, ver cómo
el texto afronta de cara este problema real de las federaciones (de ayer, de
hoy y de mañana), presentándolo como tal, como un problema característico y
clásico de las federaciones o Estados federales, y no como un vicio o defecto
que surgiría de una mala comprensión y/o aplicación del principio federativo.
Problema pues, el de la soberanía e independencia en el federalismo, que toda
teoría de la federación ha de hacer suyo[i].
Jorge Cagiao y Conde
“La independencia en el Estado federal – La dificultad surge cuando se trata de los Estados
federados, porque mientras nadie negará al Estado en cuanto representa la
unión, las condiciones que los Estados precisan para merecer este nombre, no
así cuando se trate de los Estados particulares que aquella unión integran,
porque tal como concebimos la soberanía en los pueblos latinos, se pregunta si
podrán denominarse Estados tales sociedades políticas. Otras uniones que no
sean tan intensamente políticas como la que entrañan las federaciones, por ejemplo,
la misma que significan las Confederaciones, no plantean el problema de que se
ha hecho mérito, y es que esta clase de uniones no producen un Estado central,
sino que los particulares son los únicos que muestran poder político
suficiente, y por lo mismo, la independencia que caracteriza y define el
Estado. No ocurre esto en las Federaciones, porque lo mismo los súbditos que el
territorio, en ellas están sometidos a dos poderes, el del Estado-centro y el
del Estado-miembro a que pertenecen. El publicista Esmein (Eléments de Droit Constitutionnel) afirma que aunque responda a una
verdadera unidad nacional, el Estado federativo siempre fracciona la soberanía.
Pues bien; esa soberanía fraccionada mueve a preguntar dónde se hallará la nota
de independencia que ahora examinamos. Impresionado por estas ideas, no
extrañará que Seydel reconozca soberanía en los Estados del compuesto y se la
niegue al Estado federal.
Por el contrario, no faltan
escritores como Borel (Etude sur la
souveraineté et l’Etat fédératif), que partiendo del supuesto de ser la
soberanía elemento esencial del Estado, resuelven el problema que plantea en
régimen federal, diciendo que en este régimen, la única sociedad que merece el
nombre de Estado es la que significa la unión, porque los componentes de la
federación, en el sentido que el Derecho da a esta palabra, no pueden
denominarse Estados. Llámense cantones, Estados o Provincias, no presentan para
el Derecho público los caracteres que éste exige a la sociedad política para
denominarse Estado.
Otros escritores como
Jellineck, Laband y Gierke, sin negar la consideración de Estados a los que son
miembros de un compuesto federal, se contentan con llamarles Estados no soberanos, terminología a la
que no podemos acostumbrarnos los que creemos que sirve para caracterizar el
Estado, su mismo elemento formal, o, lo que es igual, su soberanía. En cambio,
los aludidos publicistas han tomado como base de sus diversas construcciones
jurídicas respecto de la federación alemana, objetivo principal de sus estudios,
aquel término que a nosotros nos parece contradictorio, y frente a la tesis de
que la soberanía es el poder mismo del Estado, han defendido el criterio de ser
la soberanía un carácter particular del poder público (Duguit: Droit constitutionnel) y de esta suerte
han podido explicarse cómo sobre un mismo territorio pueden imponer sus
respectivas ordenaciones dos Estados diferentes, y cómo el ciudadano, en un
Estado federal, debe obediencia a tal Estado y al mismo tiempo al particular de
que forma parte.
Todo Estado, en cuanto lo es,
tiene, según dicho criterio, el poder de mandar, y este poder (Herrschaft) acompaña a aquel en todas
las manifestaciones de su existencia. Pero este poder que para nosotros es la
soberanía misma, no lo es tal dentro del supuesto mencionado, y así resulta ser
la soberanía un carácter no esencial, sino particular del poder en la más
excelente y significada de todas las sociedades políticas. De esta suerte puede
hablarse de Estados soberanos y de Estados que no lo son, siendo los primeros
aquellos que tienen en su íntima composición poder político suficiente para
determinar por sí mismos el dominio dentro del cual se ejercite el poder de
mandar. Tienen tales Estados, como se dice en el léxico germano al uso, la competencia de la competencia, criterio
que, como se ve, no dista mucho, en cuanto a los resultados, del apuntado por
Borel, que niega el nombre de Estados a los miembros del compuesto federal.
Acaso se halla más cerca de la
verdad Lefur (L’Etat fédéral),
defendiendo, en este punto tan oscuro, la doctrina de la corporación federal.
Los Estados particulares participan, en la federación, de la misma voluntad del
Estado, de la misma substancia del poder público. Son ellos, conjuntamente con
el Estado federativo propiamente dicho, los que forman la soberanía, no
únicamente los que ejercitan dicha soberanía que otro posee. Puesta la cuestión
en estos términos no existe apreciable diferencia entre los Estados unitarios y
los federales, y la independencia como nota característica del Estado, habrá
que buscarla en los últimos del mismo modo que en los primeros, sin otra
variante perceptible que tomar como base en aquéllos un criterio corporativo
que explique lo excepcional de su composición”.
[i] Aunque sea cierto (y
deseable) que el funcionamiento normal de una federación no necesita apelar a
la soberanía, siendo así el concepto de “competencia” el que mejor lo define,
no es menos cierto que, como lo decía Carl Schmitt, la cuestión de la soberanía
en una federación no desaparece por
completo, sino que queda “abierta” o “en suspenso”, lo cual tampoco quiere
decir que no haya soberano, sino sólo que el soberano será el que salga
vencedor del “conflicto existencial” que se diere -si se produjere- en la
federación. No está de más recordar que el propio Schmitt consideraba que la
solución al problema de la soberanía podía pasar por la homogeneidad cultural y
nacional de la federación, pues dicha homogeneidad sería suficiente para
desactivar los conflictos existenciales en la federación (conflictos entre
Pueblos diferentes, se entiende). Pero de esto se deduce también que el
problema de la soberanía o de la independencia permanece latente, hasta que
algo lo despierta, en aquellos contextos desprovistos de homogeneidad cultural
y nacional. Puede por ello pensarse razonablemente que uno de los cometidos del
federalismo es prever mecanismos de gestión y cauces jurídicos que atiendan a
la eventualidad del conflicto existencial entre pueblos en una federación, al que
se refiere Schmitt, es decir, establecer reglas de renegociación de la relación jurídico-política entre las partes, y, caso de fallar ésta, de salida de una federación
(cf. Schmitt, C., “Conceptos fundamentales de una teoría constitucional de la
federación”, Teoría de la Constitución,
Madrid, Alianza, 2003, pp. 345 y ss.).
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