Cuentan de una persona apasionada por los felinos que se lanzó en un corto
–ahora verán por qué- aunque intenso estudio sobre los “gatos”. Como el felino
que mejor conocía era el gato, su adorado Sumito, emprendió un estudio
comparado, introduciendo poco a poco en la categoría que mejor conocía
(“gato”) a otros animales que tenían semejanzas más que razonables con su
querido Sumito. Fueron así entrando en su estudio, catalogados como “gatos”,
jaguares, tigres, leopardos y algún que otro león. Como su pasión por los
“gatos” iba más allá de lo científico, para casa se llevó a un tigre-gato y a
un joven león-gato para observarlos de cerca y hacerle compañía a su gato Sumito.
Siendo todos “gatos”, nuestro científico pensó que era normal darles de comer a
todos comida para “gatos”. Y así fue, sus nuevos inquilinos comerían al llegar
a casa el pienso para “gatos” preferido de Sumito. La mañana siguiente a la
llegada de los dos nuevos “gatos”, se encontraron los restos del científico
devorado por los dos lindos gatitos. Ni rastro de Sumito, por supuesto.
El comparatismo es para los científicos como el respirar para los humanos.
Los científicos lo comparamos todo, muchas veces sin darnos cuenta de lo que
estamos haciendo. Quizás venga de ahí el problema. A base de comparar y
comparar, puede ocurrir que adoptemos la mala costumbre de no reflexionar sobre
las cosas o ideas que comparamos, dando así por idénticas, como en el caso de
los “gatos”, cosas que en realidad no lo son. Parecido no es identidad, y una
definición seria y útil de las cosas, un buen (re)conocimiento también de ellas,
ha de huir de los parecidos como de la peste. De lo contrario, nos
encontraríamos con situaciones tan absurdas e improbables como: “lo siento, me
llevé a otra niña para casa a la salida del cole, ¡es que se parecía tanto a mi
hija!” o “pásame el bisturí –le dijo el cirujano a su asistente- y el asistente
le pasó un cuchillo de cortar jamón”.
Uno de los males más extendidos en los estudios del federalismo es
precisamente el comparatismo acrítico: se comparan experiencias y sistemas que
se parecen, a veces muy poco. Nuestro “gato” aquí es el “federalismo”.
1. Comparatismo mágico: y España entró en el club del federalismo
La teoría blanda del federalismo se caracteriza, como explicaba en otro
texto, por su “pseudo-positivismo” y su “comparatismo acrítico”. Si el “pseudo-positivismo”
lleva a la teoría blanda a hacer un uso selectivo del material de derecho
positivo federal existente, discriminando aquellos datos, experiencias,
prácticas o normas que contradigan total o parcialmente sus tesis fuertes, el
comparatismo es como una especie de varita mágica que convierte en federalismo
todo aquello que el experto comparador tenga a bien comparar. El caso de España
es uno de los más claros.
Los teóricos blandos del federalismo piensan que el federalismo sólo puede
conocerse por medio de sus realizaciones, y que comparando dichas realizaciones
podemos extraer conclusiones suficientemente generales, por medio de las cuales
determinar qué es y qué no es federalismo. Un sistema federal deberá pues pasar
el test del comparatismo para poder entrar en el club del federalismo. A mi
modo de ver hay aquí dos graves problemas metodológicos. El primero (A) tiene
que ver con los criterios que se utilizan como vara de medir (es decir, como
auténticamente federales), mientras que el segundo (B) tiene que ver con el
laxismo con que se aplica en ocasiones dicha vara de medir.
A. La vara de medir del federalismo
Entre los criterios que se utilizan como definidores del federalismo, y que
todo sistema federal debe tener pues, encontramos, entre otros, los siguientes:
1.
Un
doble nivel de gobierno
2.
Una
constitución rígida que proteja la autonomía de las partes federadas
3.
Las
partes federadas tienen sus propias constituciones
4. Un
tribunal supremo o constitucional que dirima los conflictos entre el nivel
federal y el nivel federado
5.
Una
Cámara alta de representación del nivel federado
6.
Un
procedimiento de reforma constitucional con participación del nivel federado
La pregunta que uno puede hacerse es si estos criterios bastan para definir
un sistema federal o si no haría falta completar la lista, no necesariamente incluyendo
otros (posiblemente sí), sino aportando dosis de dinamismo y realismo a los ya
presentes. Me explico. Todos los criterios expuestos son característicos de los
sistemas federales, pero no dicen nada sobre la calidad del federalismo en los
sistemas federales, como tampoco permiten diferenciar sistemas federales que
podemos considerar mucho más federales (EEUU o Suiza) que otros (Alemania, por
ejemplo). Y es que en el caso de los primeros tenemos, por ejemplo, un reparto
de competencias que podemos entender más favorable al nivel federado, así como procedimientos,
reglas y hasta hábitos (cultura federal), que no son comparables con el caso
alemán. En efecto, procedimientos de reforma de una Constitución federal los
hay de muy diversa índole, y la participación del nivel federado en ella
también puede ser más o menos importante. Los criterios arriba indicados no
dicen nada sobre el nivel o grado de dificultad con que una Constitución
federal pueda ser reformada, de tal suerte que entre los EEUU (procedimiento de
reforma ultra-rígido), Suiza (menos rígido) y Alemania (forma federal irreformable) no habría diferencia en la medida
en que todos prevén algo al respecto. Parece importar de este modo más el “algo”
que el “cómo”. Yo creo que importa más el “cómo”. Otro ejemplo sería el
tribunal supremo o constitucional encargado de resolver los conflictos entre
nivel federal y federado. No importa sólo que este exista. Importa además que
el nivel federado pueda tener una representación considerable en él,
participando en la selección proposición y nombramiento de sus miembros, o
teniendo a su disposición alguna forma de veto en caso de que la reforma
constitucional afecte de manera notable a su capacidad de autogobierno.
Por otro lado, los criterios citados no dicen absolutamente nada sobre el
carácter pactado, o realmente negociado, o no de las reglas constitucionales.
Hoy sabemos que los conflictos nacionalistas pueden llevar en los sistemas
federales (el federalismo, al dar poder a los territorios, puede servir de
lanzadera de un proyecto independentista) a plantear la cuestión de la secesión.
Cuando un problema de este tipo surge, lo que está en juego con frecuencia es
una renegociación (si se puede) del pacto constitucional. Y es que no es en
absoluto indiferente que las reglas constitucionales hayan podido ser pactadas
o no. Tampoco dicen nada, dichos criterios, sobre el carácter antiguo y un
tanto desfasado de dichos criterios. Los modelos que se toman como referencia
son modelos (EEUU, Alemania, Suiza, etc.) que han evolucionado tanto en un
sentido claramente homogeneizador y centralizador que puede ser ya difícil
extraer de ellos elementos válidos para pensar un federalismo para el siglo
XXI. Es decir, un federalismo pensado para sistemas en los que la democracia
liberal, el Estado de derecho, el constitucionalismo, la protección de las
minorías, etc., están ya consolidados. ¿Tiene sentido entonces tomar como
modelo sistemas federales que se crean y evolucionan (siglos XIX y XX) cuando
la democracia liberal, el Estado de derecho, el constitucionalismo, la
protección de las minorías, etc., estaban aún muy lejos de estar consolidadas?
En resumen, no se puede negar que los criterios arriba indicados son
característicos de los sistemas federales. El problema no es ese. El problema
es que esos criterios definen bien, o son característicos de, un federalismo
empobrecido, quizás ya poco o mal adaptado a los problemas de nuestro siglo.
Por ello necesitan ser completados por otros que no están (reparto de
competencias, salida de la federación, etc.) y por un mejor entendimiento –en sentido dinámico- de
los que ya están. A nuestro siglo le corresponde –a nuestros teóricos del
federalismo también- avanzar por ese camino.
B. Aplicación del comparatismo
acrítico al caso español
Es práctica común entre los estudiosos del federalismo clasificar al Estado
de las Autonomías español entre las formas o sistemas federales. Semejante
proeza sólo puede hacerse forzando y deformando prodigiosamente la realidad y usando
la varita mágica del comparatismo acrítico. Con una eficacia sorprendente
además, pues la operación parece pasar desapercibida para la gran mayoría. No
sé, debería quizás hacer como todo el mundo y probar unas gafas mágicas de
esas, que me permitan ver la maravillosa esencia federal del Estado español, porque
sin ellas, desde luego, lo que se ve es muy diferente.
Si retomamos los 6 criterios antes citados, hay que decir que el Estado
español sólo respetaría dos de ellos: el del doble nivel de gobierno (sin poder
judicial federado, habría que añadir) y la existencia de un tribunal constitucional
(sin representación territorial en él). Ni hay Senado territorial (a pesar de
lo que ordene la Constitución española); ni hay participación de las CCAA en el
procedimiento de reforma constitucional; ni hay protección suficiente de la
autonomía, pues siendo ultra-rígida la CE (art. 168 CE), bien podrían los dos
partidos mayoritarios españoles ponerse de acuerdo y dejar para el recuerdo la
autonomía política; ni hay en la CCAA constituciones, es decir, normas supremas
del pueblo de un territorio aprobadas unilateralmente por el pueblo de cada
territorio, y sometidas únicamente a un control jurídico (no político -¿?-) de
conformidad a la Constitución federal. No hay tampoco haciendas separadas, ni
poder judicial en las CCAA, ni…
2 de 6, ¿no está mal no? Pues venga, el Estado de las Autonomías es
federal. Pena que no se haga lo mismo en los exámenes: ¡aprobaríamos todos!
Jorge Cagiao y Conde
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