miércoles, 4 de diciembre de 2013

La teoría blanda del federalismo (2): un comparatismo acrítico




Cuentan de una persona apasionada por los felinos que se lanzó en un corto –ahora verán por qué- aunque intenso estudio sobre los “gatos”. Como el felino que mejor conocía era el gato, su adorado Sumito, emprendió un estudio comparado, introduciendo poco a poco en la categoría que mejor conocía (“gato”) a otros animales que tenían semejanzas más que razonables con su querido Sumito. Fueron así entrando en su estudio, catalogados como “gatos”, jaguares, tigres, leopardos y algún que otro león. Como su pasión por los “gatos” iba más allá de lo científico, para casa se llevó a un tigre-gato y a un joven león-gato para observarlos de cerca y hacerle compañía a su gato Sumito. Siendo todos “gatos”, nuestro científico pensó que era normal darles de comer a todos comida para “gatos”. Y así fue, sus nuevos inquilinos comerían al llegar a casa el pienso para “gatos” preferido de Sumito. La mañana siguiente a la llegada de los dos nuevos “gatos”, se encontraron los restos del científico devorado por los dos lindos gatitos. Ni rastro de Sumito, por supuesto.

El comparatismo es para los científicos como el respirar para los humanos. Los científicos lo comparamos todo, muchas veces sin darnos cuenta de lo que estamos haciendo. Quizás venga de ahí el problema. A base de comparar y comparar, puede ocurrir que adoptemos la mala costumbre de no reflexionar sobre las cosas o ideas que comparamos, dando así por idénticas, como en el caso de los “gatos”, cosas que en realidad no lo son. Parecido no es identidad, y una definición seria y útil de las cosas, un buen (re)conocimiento también de ellas, ha de huir de los parecidos como de la peste. De lo contrario, nos encontraríamos con situaciones tan absurdas e improbables como: “lo siento, me llevé a otra niña para casa a la salida del cole, ¡es que se parecía tanto a mi hija!” o “pásame el bisturí –le dijo el cirujano a su asistente- y el asistente le pasó un cuchillo de cortar jamón”. 

Uno de los males más extendidos en los estudios del federalismo es precisamente el comparatismo acrítico: se comparan experiencias y sistemas que se parecen, a veces muy poco. Nuestro “gato” aquí es el “federalismo”.

      1. Comparatismo mágico: y España entró en el club del federalismo

La teoría blanda del federalismo se caracteriza, como explicaba en otro texto, por su “pseudo-positivismo” y su “comparatismo acrítico”. Si el “pseudo-positivismo” lleva a la teoría blanda a hacer un uso selectivo del material de derecho positivo federal existente, discriminando aquellos datos, experiencias, prácticas o normas que contradigan total o parcialmente sus tesis fuertes, el comparatismo es como una especie de varita mágica que convierte en federalismo todo aquello que el experto comparador tenga a bien comparar. El caso de España es uno de los más claros.

Los teóricos blandos del federalismo piensan que el federalismo sólo puede conocerse por medio de sus realizaciones, y que comparando dichas realizaciones podemos extraer conclusiones suficientemente generales, por medio de las cuales determinar qué es y qué no es federalismo. Un sistema federal deberá pues pasar el test del comparatismo para poder entrar en el club del federalismo. A mi modo de ver hay aquí dos graves problemas metodológicos. El primero (A) tiene que ver con los criterios que se utilizan como vara de medir (es decir, como auténticamente federales), mientras que el segundo (B) tiene que ver con el laxismo con que se aplica en ocasiones dicha vara de medir.

      A.  La vara de medir del federalismo

Entre los criterios que se utilizan como definidores del federalismo, y que todo sistema federal debe tener pues, encontramos, entre otros, los siguientes:

1.       Un doble nivel de gobierno
2.       Una constitución rígida que proteja la autonomía de las partes federadas
3.       Las partes federadas tienen sus propias constituciones
4.   Un tribunal supremo o constitucional que dirima los conflictos entre el nivel federal y el nivel federado
5.       Una Cámara alta de representación del nivel federado
6.       Un procedimiento de reforma constitucional con participación del nivel federado

La pregunta que uno puede hacerse es si estos criterios bastan para definir un sistema federal o si no haría falta completar la lista, no necesariamente incluyendo otros (posiblemente sí), sino aportando dosis de dinamismo y realismo a los ya presentes. Me explico. Todos los criterios expuestos son característicos de los sistemas federales, pero no dicen nada sobre la calidad del federalismo en los sistemas federales, como tampoco permiten diferenciar sistemas federales que podemos considerar mucho más federales (EEUU o Suiza) que otros (Alemania, por ejemplo). Y es que en el caso de los primeros tenemos, por ejemplo, un reparto de competencias que podemos entender más favorable al nivel federado, así como procedimientos, reglas y hasta hábitos (cultura federal), que no son comparables con el caso alemán. En efecto, procedimientos de reforma de una Constitución federal los hay de muy diversa índole, y la participación del nivel federado en ella también puede ser más o menos importante. Los criterios arriba indicados no dicen nada sobre el nivel o grado de dificultad con que una Constitución federal pueda ser reformada, de tal suerte que entre los EEUU (procedimiento de reforma ultra-rígido), Suiza (menos rígido)  y Alemania (forma federal irreformable) no habría diferencia en la medida en que todos prevén algo al respecto. Parece importar de este modo más el “algo” que el “cómo”. Yo creo que importa más el “cómo”. Otro ejemplo sería el tribunal supremo o constitucional encargado de resolver los conflictos entre nivel federal y federado. No importa sólo que este exista. Importa además que el nivel federado pueda tener una representación considerable en él, participando en la selección proposición y nombramiento de sus miembros, o teniendo a su disposición alguna forma de veto en caso de que la reforma constitucional afecte de manera notable a su capacidad de autogobierno.  

Por otro lado, los criterios citados no dicen absolutamente nada sobre el carácter pactado, o realmente negociado, o no de las reglas constitucionales. Hoy sabemos que los conflictos nacionalistas pueden llevar en los sistemas federales (el federalismo, al dar poder a los territorios, puede servir de lanzadera de un proyecto independentista) a plantear la cuestión de la secesión. Cuando un problema de este tipo surge, lo que está en juego con frecuencia es una renegociación (si se puede) del pacto constitucional. Y es que no es en absoluto indiferente que las reglas constitucionales hayan podido ser pactadas o no. Tampoco dicen nada, dichos criterios, sobre el carácter antiguo y un tanto desfasado de dichos criterios. Los modelos que se toman como referencia son modelos (EEUU, Alemania, Suiza, etc.) que han evolucionado tanto en un sentido claramente homogeneizador y centralizador que puede ser ya difícil extraer de ellos elementos válidos para pensar un federalismo para el siglo XXI. Es decir, un federalismo pensado para sistemas en los que la democracia liberal, el Estado de derecho, el constitucionalismo, la protección de las minorías, etc., están ya consolidados. ¿Tiene sentido entonces tomar como modelo sistemas federales que se crean y evolucionan (siglos XIX y XX) cuando la democracia liberal, el Estado de derecho, el constitucionalismo, la protección de las minorías, etc., estaban aún muy lejos de estar consolidadas?

En resumen, no se puede negar que los criterios arriba indicados son característicos de los sistemas federales. El problema no es ese. El problema es que esos criterios definen bien, o son característicos de, un federalismo empobrecido, quizás ya poco o mal adaptado a los problemas de nuestro siglo. Por ello necesitan ser completados por otros que no están (reparto de competencias, salida de la federación, etc.) y por un  mejor entendimiento –en sentido dinámico- de los que ya están. A nuestro siglo le corresponde –a nuestros teóricos del federalismo también- avanzar por ese camino.
  
B. Aplicación del comparatismo acrítico al caso español
 
Es práctica común entre los estudiosos del federalismo clasificar al Estado de las Autonomías español entre las formas o sistemas federales. Semejante proeza sólo puede hacerse forzando y deformando prodigiosamente la realidad y usando la varita mágica del comparatismo acrítico. Con una eficacia sorprendente además, pues la operación parece pasar desapercibida para la gran mayoría. No sé, debería quizás hacer como todo el mundo y probar unas gafas mágicas de esas, que me permitan ver la maravillosa esencia federal del Estado español, porque sin ellas, desde luego, lo que se ve es muy diferente.  

Si retomamos los 6 criterios antes citados, hay que decir que el Estado español sólo respetaría dos de ellos: el del doble nivel de gobierno (sin poder judicial federado, habría que añadir) y la existencia de un tribunal constitucional (sin representación territorial en él). Ni hay Senado territorial (a pesar de lo que ordene la Constitución española); ni hay participación de las CCAA en el procedimiento de reforma constitucional; ni hay protección suficiente de la autonomía, pues siendo ultra-rígida la CE (art. 168 CE), bien podrían los dos partidos mayoritarios españoles ponerse de acuerdo y dejar para el recuerdo la autonomía política; ni hay en la CCAA constituciones, es decir, normas supremas del pueblo de un territorio aprobadas unilateralmente por el pueblo de cada territorio, y sometidas únicamente a un control jurídico (no político -¿?-) de conformidad a la Constitución federal. No hay tampoco haciendas separadas, ni poder judicial en las CCAA, ni…

2 de 6, ¿no está mal no? Pues venga, el Estado de las Autonomías es federal. Pena que no se haga lo mismo en los exámenes: ¡aprobaríamos todos!

Jorge Cagiao y Conde





  

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