Es algo que sabe y se ha repetido mucho pero que, por alguna extraña razón,
suele dejarse de lado en los debates entre federalistas sobre el significado de
un proyecto federal: el federalismo no se entiende del mismo
modo en las diferentes culturas políticas nacionales. Allí donde (EEUU o Suiza)
ha cristalizado con cierta fortuna –y así se puede entender en la medida en que
los federólogos siguen prestando un interés especial a dichas democracias
federales-, el federalismo ha venido a adquirir hoy (no siempre ha sido el caso
en la historia de ambas federaciones) el significado siguiente: todo lo que se
oponga a la centralización es federal, y toda invasión del orden federal en la
esfera del nivel federado se ataca argumentando sobre la base del federalismo.
No así a la inversa. Para botón de muestra la reciente sentencia del TS de los
EEUU, en la que impone a los Estados la obligación constitucional, vía la 14ª
enmienda, de reconocer los matrimonios entre personas del mismo sexo. En 2013,
exactamente sobre la misma cuestión (matrimonio entre personas del mismo sexo),
los mismos 9 jueces del TS argumentaron su declaración de inconstitutionalidad
de la ley DOMA (que solo reconocía el matrimonio heterosexual) en parte, pero
de manera central, sobre la base del principio federal: el Congreso de los EEUU
no podía invadir la competencia soberana de los Estados en derecho civil
negando así derechos que los Estados habían consagrado legal y legítimamente a
sus ciudadanos. Si en esta última sentencia encontramos una viva y sólida defensa
del principio federal, en la primera, ni una sola palabra…
Si nos alejamos de los
sistemas federativos (obvia decir que el principio federal no se entiende del
mismo modo en todos ellos: véase Alemania respecto de los dos casos citados),
yendo hacia culturas políticas no federalistas (Gran Bretaña, Francia, España,
Italia, y un largo etcétera), podrá también observarse que el federalismo no
tiene el mismo grado de simpatía, o el mismo atractivo, en todos ellos. Son
culturas políticas que no ven en el federalismo lo mismo. Si en Gran Bretaña el
federalismo es una palabra maldita (the F-word), no menos lo es en Francia,
asociado como está al separatismo (federar es separar e in fine volar por los aires la unidad nacional). En otros países,
como España o Italia, creo que el federalismo se ve de manera menos homogénea,
y hay quien lo ve como los franceses, y hay quien lo ve como en Suiza o en los
EEUU. Por supuesto, hay todavía quien le da al federalismo un significado
diferente (la paz mundial, la igualdad, el republicanismo, etc.), y da igual
para lo que aquí nos interesa que dicho significado tenga un vínculo federal
real y sólido o no.
Las alforjas tan lastradas
con material tan diferente con las que los europeos llegamos al debate sobre la
federalización de Europa son pues demasiado pesadas, y dificultan el debate ya
de entrada. Existen con todo dos concepciones dominantes del federalismo,
y ambas se encuentran en disputa en el debate europeo.
La primera, probablemente la dominante, es la que se
encuentra en el objetivo de “una unión cada vez más estrecha”. Son los
federalistas de la Constitución europea, los partidarios de darle al nivel
comunitario un verdadero poder de intervención en ámbitos hasta hace poco
reservados a los Estados. Algunos, la timidez ya perdida, quizás por la crisis
económica, no dudan en reclamar una soberanía para la UE.
La segunda es la que se encuentra en el objetivo inicial
de una Europa de la paz y de la prosperidad, y que, una vez ambos objetivos
alcanzados, entiende que ha de dejar que sean los Estados quienes le den nuevos
objetivos, si así lo desean, o no.
Ambas tendencias no se
entienden. Reunido días atrás con federalistas sinceros e inteligentes pude
observar cómo la primera tendencia no entiende que en la situación actual no se
le dé más poder a las instituciones europeas. Estas, según se argumentó, han de
poder imponer políticas comunes a los Estados miembros, pues de otro modo
seguiremos siendo pasto de primera calidad para las élites burocráticas de
Bruselas, sus lobbies y, sobre todo, el capitalismo salvaje. La ecología es otro tema que, según parece, obliga a centralizar el poder en la UE de
tal suerte que ésta pueda adoptar una única política en materia de energías,
que, se da por descontado, será limpia.
Se puso el ejemplo de un país europeo que no produce
energía nuclear pero está rodeado de países que sí la producen: no solo la
población de este país asume todos los riesgos que su población no ha decidido democráticamente
en caso de accidente, sino que, además, ha de pagar más cara la electricidad
que su país compra a sus vecinos. El argumento era más o menos éste. Y se
entienden perfectamente el temor y las quejas que, en forma de argumentos
válidos, se expresan en favor de medidas comunes. ¿Cuáles han de ser? En el
argumento presentado, se da por hecho que solo una política europea centralizada
en la materia podrá evitar las disparidades e injusticias entre ciudadanos
europeos (la decisión democrática de unos valen más que las de otros, los
servicios que tienen también) y afrontar el desafío medioambiental con
garantías.
Pues bien, dejando de lado que nada nos asegura que un
poder europeo soberano en la materia optaría por políticas agrícolas o de energía responsables y seguras
(muy dudoso con el neoliberalismo que lidera el proyecto europeo), y dejando de
lado el principio federal de autonomía o de no imposición (si la homogeneidad ha
de producirse, que sea por la libre adhesión de cada parte federada, no
impuesta por arriba), lo cierto es que, ante ese problema en concreto, la
esperanza de los ciudadanos europeos de vivir en un planeta sano y seguro se
vería probablemente frustrada de todas formas. Una vez hecha la homogeneidad en
políticas públicas medioambientales, la situación seguiría igual fuera de las
fronteras de la UE, con países contaminando y produciendo energía nuclear, y la amenaza y las
desigualdades seguirían probablemente ahí.
En el ejemplo citado se habría despojado a
los pueblos de su autogobierno en materia medioambiental sin que por ello se les
pueda garantizar alimentos sanos y energía más limpia y barata en el marco de la UE, quedando
además expuestos a los mismos peligros que antes al no tener control sobre las
decisiones que los vecinos extracomunitarios tomarán al respecto, que bien
podrán seguir con prácticas que fragilicen las que en su caso pudieren
adoptarse en la UE. Naturalmente, puede pensarse que las prácticas comunes de la UE serán también un incentivo para que el resto de países del planeta sigan su ejemplo, pero lo cierto es que podrían hacerlo o decidir no hacerlo.
Es un debate clásico en el federalismo: ¿La democracia
federal ha de ser centralizadora o sin centralización? Es un debate en el que
los federalistas siguen sin entenderse.
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