Este texto de publicó el 20 de septiembre de 2014 en El Diario:
http://www.eldiario.es/agendapublica/reforma-constitucional/Constitucion-politica_0_304120207.html
Se está presentando la Constitución española (CE)
como un límite infranqueable para ciertos proyectos políticos que se consideran
inconstitucionales. Es una descripción equivocada de la realidad jurídica. La
realidad del Derecho, aunque no guste, es otra.
Me ha sorprendido mucho ver en varios medios la
distinción que se ha querido hacer entre lo que está aconteciendo en Gran Bretaña,
por un lado, con el referéndum escocés, y en España, por el otro, con la
consulta catalana.
Se ha venido a explicar que lo que pasa en uno y
otro caso no tiene punto de comparación porque en Gran Bretaña no hay
Constitución escrita mientras que en España sí la hay. En el primer caso, resultaría
el referéndum posible al no estar prohibido constitucionalmente y depender, en
definitiva, de la voluntad soberana del Parlamento de Westminster, que es en
donde reside la soberanía en las Islas Británicas. En el segundo caso, al haber
una Constitución escrita con disposiciones más o menos directas sobre la
cuestión objeto de debate, resultaría la consulta imposible al chocar ésta con
alguna de dichas disposiciones, que, según tiende a explicarse, la prohíben.
Dicha explicación carece de fundamento jurídico y me gustaría aquí demostrarlo
brevemente.
El hecho de que la Constitución inglesa no sea
escrita no explica, ni poco ni mucho, la posibilidad acordada a los escoceses
de organizar el referéndum del próximo jueves. Lo único que ha hecho posible el
referéndum es la actitud favorable a ello del Gobierno inglés y de su
Parlamento. En otras palabras, si la actitud hubiese sido desfavorable, el
referéndum no se habría acordado. En consecuencia, se entenderá sin dificultad
que en esto nada tiene que ver el carácter flexible de la Constitución (no
escrita) inglesa.
Si pasamos ahora al caso español, veremos que
también la explicación fracasa en su intento de describir el problema. Se
explica, grosso modo, que la CE o bien no prevé la consulta, o bien la
prohíbe (lo cual no es lo mismo, pero esto carece de importancia para lo que
quiero explicar aquí). En cualquier caso habría un problema de
constitucionalidad. Es decir, el problema no sería que el Gobierno no quiera
acordar la consulta, sino que la CE no lo permite. El argumento es erróneo e
importa ver por qué.
Si bien es cierto que la CE establece en su art.
92 que el referéndum es una competencia del Estado central, no lo es menos que
por la vía del art. 150.2 CE, realizando una interpretación extensiva del
mismo, podría delegarse a la CA de Cataluña la competencia para celebrar la
consulta que el Gobierno catalán quiere celebrar. El que esta interpretación
generosa de la CE sea o no sea constitucional es algo que no se sabría de
hecho hasta que se interpusiese el correspondiente recurso de inconstitucionalidad,
y lo resolviese el TC en un sentido u otro. Pero eso ya nos obliga a valorar
eventualidades que no necesariamente tienen por qué llegar. Puede perfectamente
no haber recurso que conteste la delegación de la competencia para organizar la
consulta por la vía del art. 150.2, en cuyo caso tanto la delegación del
gobierno español como la posterior consulta serían totalmente legales en el
sentido de su constitucionalidad. ¿Podría ocurrir que la delegación,
previamente pactada con el resto de fuerzas políticas, no fuese recurrida? Podría.
Y si puede, entonces no se puede llegar a otra conclusión que no sea la
siguiente: la consulta podría ser constitucional, pues parece, en el escenario
rápidamente presentado, que no habría ningún obstáculo jurídico real a
su celebración. Pero esto no es todo.
Imaginemos que el Gobierno español entiende (y así
lo entiende, con base jurídica también, qué duda cabe), que no puede delegar la
competencia de organizar una consulta de tipo referendario. Lo cierto es que
tampoco en este caso la CE dice nada que imposibilite la consulta. El Gobierno
español, con el acuerdo de la oposición, podría aceptar la celebración de la
consulta catalana en los términos en que se está preparando actualmente: ley de
consultas catalana, y posterior convocatoria de la consulta por el Gobierno
catalán. Bastaría con que los órganos habilitados a interponer un recurso de
inconstitucionalidad (para la ley de consultas) o el gobierno español (para la
suspensión del decreto de convocatoria de la consulta) se abstuvieran de
recurrir para que de nuevo la consulta fuese legal en el sentido de su
constitucionalidad. ¿Podría ocurrir esto? Claro que podría.
De hecho, tenemos todos en mente un contraejemplo
muy claro: la reforma del art. 135 CE. Por su contenido, se podría
perfectamente argumentar que dicha reforma es inconstitucional en el sentido,
por ejemplo, de que afecta a la soberanía del pueblo español y a la capacidad
de los poderes públicos de mantener y promover (lo que es un mandato
constitucional también) políticas públicas (familia, educación, sanidad, etc.)
preocupadas -digamos- por el bienestar general. En cierto sentido, atenta más a
la soberanía del pueblo español esa reforma que una eventual independencia de
Cataluña, pues, al margen de la pérdida territorial y poblacional, la soberanía
del resto de españoles no se tendría por qué ver afectada. Y sin embargo ahí
está la reforma del art. 135 CE, forma parte de nuestra legalidad
constitucional actual.
Otro ejemplo lo encontramos en el recurso
presentado contra el EAC reformado, que motivará, como se sabe, la STC 31/2010.
¿Qué hubiera pasado si no se hubiese presentado recurso contra el EAC? Pues lo
siguiente: que una norma con apariencia clara de inconstitucionalidad
(parcial), sería totalmente constitucional. Se me dirá que no es lo que ha
pasado, que habido recurso y sentencia fallando su inconstitucionalidad, etc.
Pero no es esto lo que me interesa. Lo que deseo hacer ver es que si no hubiera
habido recurso (escenario posible) el EAC sería constitucionalmente irreprochable.
Esto lo han advertido por lo demás algunos observadores, que no han dudado
incluso en echar la culpa del conflicto político actual al partido político que
entonces sometió a examen del TC la constitucionalidad del texto.
Concluyo ya. La conclusión más clara que podemos
sacar de lo antedicho es que no hay diferencia alguna entre Constitución
escrita y no escrita a la hora de hablar de mayor o menor permisividad, o mayor
o menor grado de libertad en manos del Gobierno del Estado, respecto de la
posibilidad de celebración de un referéndum de independencia. En Escocia se
celebra porque lo ha aceptado el Parlamento inglés, y en Cataluña no se
celebra, no porque no lo acepte la Constitución, sino porque el Gobierno español
no lo acepta. Los límites que imponen las Constituciones rígidas son límites
siempre franqueables si media una voluntad política lo suficientemente fuerte.
Y la realidad del Derecho es que siempre existen vías para canalizar una
voluntad política, sea cual sea el contenido (aparentemente constitucional o
no) que dicha voluntad quiere imponer.
Por supuesto, puede entenderse la Constitución en
un sentido normativo fuerte, es decir, como una norma que obliga a los poderes
públicos a hacer o a abstenerse de hacer ciertas cosas. En ese sentido van las
recomendaciones de Ferrajoli[i],
por ejemplo. Y pueden establecerse mecanismos jurídicos eficaces (podemos
pensarlo) para asegurarse de que los poderes públicos harán lo que la Constitución
manda y no harán lo que la Constitución prohíbe. Pero importa subrayar que éste
no es –por desgracia quizás (queda en el aire la cuestión de saber si un
sistema normativo fuerte sería capaz de contener los desbordamientos de los
poderes públicos –lo dudo-, pero ya es otro tema)- el modo en que funcionan
nuestros sistemas jurídicos y nuestras constituciones. La realidad del derecho
es otra; la de nuestras constituciones escritas también: su rigidez formal
contrasta con su flexibilidad (o débil normativismo) material.
[i] Ver: Principia
Iuris. Teoría del derecho y de la democracia, 3 vols., Madrid, Trotta, 2011.
Para una discusión en torno a sus planteamientos, puede consultarse el
monográfico que le fue dedicado por la revista Doxa: Cuadernos de Filosofía del Derecho (n° 34, 2011).
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